Occidente se encuentra a las puertas de una regresión totalitaria. Así de contundente se muestra Juan Soto Ivars en su último y estimulante libro La casa del ahorcado . Cómo el tabú asfixia la democracia occidental . Tampoco el diagnóstico de José María Lassalle en su El liberalismo herido pinta un panorama mucho más halagüeño. Un simple repaso a los acontecimientos vividos desde que este siglo dio inicio resulta inquietante: atentados terroristas en Nueva York, el 11-S del 2001; colapso de Lehman Brothers en el 2008 y, por si no lo hubiéramos visto todo, asalto al Capitolio de miles de ciudadanos engalanados con pieles, palos y cascos vikingos, el día de Reyes. En clave doméstica, también los catalanes hicimos nuestra particular aportación rebelde, con el intento de asalto al Parlament, el 1 de octubre del 2018. Paradójicamente, los mismos que aquí reprobaron contundentemente a Donald Trump por su golpismo encubierto se pusieron a silbar ante los hechos vividos en Barcelona.
En mi opinión, aunque comparto totalmente el diagnóstico de Soto Ivars y de Lassalle sobre los males que nos acechan, creo que hay bastantes motivos para la esperanza. El más definitivo, la resiliencia y capacidad de soportar golpes del Estado de derecho. Se ha visto en Estados Unidos con la victoria de Biden en las urnas y en los tribunales, y se está viendo durante la pandemia cuando el poder judicial pone a raya a los poderes ejecutivos y legislativos que, apresurados e inconscientes, parecen dispuestos a suspender derechos fundamentales sin más, porque así se lo sugiere este o aquel presunto experto en salud pública. El Estado de derecho es sólido, como lo es un buen sistema fundamentado en el check and balances , donde un poder contrapesa el otro. En esta robusta cadena democrática solo un eslabón me parece frágil: el de la identidad ciudadana.
Durante mucho tiempo, nuestra personalidad ha tenido un anclaje importante en identidades sociales basadas en la nación, la vecindad, la profesión o la confesión religiosa. Intereses particulares y colectivos parecían fundirse en la manifestación del día del Trabajo, en la misa del domingo de Ramos o en la fiesta patronal del barrio. En los países con un proceso de nacionalización culminado con éxito, también su Diada particular era movilizadora. Pero los tiempos han cambiado y en general, con los vientos hiperindividualistas que corren, todo lo que suena a manifestación grupal huele a gregario y manipulador. Como ha señalado José Carlos Ruiz en su famoso ensayo Filosofía ante el desánimo, los tiempos en los que Gandhi era capaz de movilizar a toda una nación en contra del colonialismo inglés quedan muy lejos. En el fondo, la experiencia del procés fue una especie de emulación romántica y del todo anacrónica de este tipo de prácticas, a los ojos de los más jóvenes del todo extravagantes. Para certificarlo, solo hay que ver la edad y los referentes morales de los que siguen practicándolas.
Este fenómeno, lejos de ser valorado negativamente, puede confirmar el final del borreguismo y la culminación definitiva, por fin, de la autonomía moral ciudadana que un día soñaron Kant y los ilustrados de su generación. Porque, en palabras de Soto Ivars, “ser mujer, hombre, gay o hetero son identidades de mierda”. Lo que nos dignifica es que somos ciudadanos dotados de derechos y obligaciones y que estamos, por estos sí, dispuestos a movilizarnos en su defensa. - Santi Vila - lavanguardia.com.
0 Comentarios