Se supone que después de la pandemia y el largo confinamiento a que nos sometieron, y del que parece que ya no nos acordamos, y del que ilusos decíamos que saldríamos reforzados como seres humanos, convencidos de que la vida es un instante y que había que centrarse en las cosas realmente importantes del carpe diem y no perdernos en alharacas innecesarias. Pero este juego de vivir va muy deprisa y uno tiene la sensación que padecemos amnesias repentinas cuando vemos de nuevo un camino para recorrer.

No hay nada más sano en el mundo que reírse de uno mismo para sentirse liberado de traumas y prejuicios y ser capaz de disfrutar con los demás y ver la vida en colores. Un ejercicio recomendable, especialmente en un momento en que parece que hemos hecho de la sensibilidad una religión que cada día que pasa nos condena más al mal humor, la negatividad, la toxicidad i el odio. Y es que una cosa es luchar por aquellas cosas que consideramos injustas y que pueden llegar a traspasar líneas rojas y otra muy diferente hacer de la ofensa permanente un estilo de vida para justificar nuestras propias carencias afectivas o emocionales o el aburrimiento. Quien poco trabajo tiene, el gato peina, dice el dicho. Y es que esta pandemia ha favorecido una nueva especie urbana que ya existía, pero que con el confinamiento ha crecido, son los que el abogado Melero y otros definen como: los ofendiditos.

Ejemplos recientes en la televisión tenemos unos cuantos, el más reciente el de Jordi Cruz debiendo justificar y pedir disculpas en las redes sociales por su imitación del acento gallego en un reto de Masterchef, explicando que no había sido ninguna falta de respeto, sino un guiño del programa en una de las lenguas oficiales que conviven en España. Como si no hubiera chistes de catalanes, aragoneses, andaluces, gallegos o vascos. Está también el caso de Mag Lari en TV3 por hablar en castellano para parecer más malo en un programa de niños, pero este es más un asunto político de la extrema derecha valenciana.

Debe ser muy pesado tener que estar constantemente justificándose al parecer una evidencia, sólo porque una patulea de espectadores nye-nye, auténticos haters televidentes, haya decidido considerar una escena de humor amable como una imperdonable ofensa. Es cierto que las personas que tienen una visibilidad pública deben andar con pies de plomo para que cualquier cosa que digan o que hagan puede ser usada en su contra. Pero una cosa es ser consciente de esta responsabilidad y otra muy diferente que cada palabra sea examinada con lupa para que la nueva generación de ofendiditos haya decidido convertir cada intervención en un campo de minas imposible de esquivar. Las revoluciones sociales son siempre bienvenidas y tenemos que hacer autocrítica constante, pero si para ello nos olvidamos del sentido común y del humor estamos condenados al fracaso. Dicho sin ningún respeto, los ofendititos se pueden ir a hacer la mano. Claro que tal vez debería haber escrito ofendiditos y ofendiditas, o quizás ofenditotis. Vaya, los gilipollas de toda la vida, o como dicen en castellano: Pazguatos.