Yevgenia Belorusets es una fotógrafa y escritora de Kyiv que habla en sus articulos en la vanguardia sobre la guerra pero desde la cotidianeidad de las cosas pequeñas del dia a dia de la gente de la calle en una ciudad sitiada. La visión es más cercana y humana de la difícil convivencia de la gente corriente con una guerra que se produce a sólo 3 horas y media de avión de Barcelona.
UN REGALO INESPERADO
Cuando llega el atardecer, enciendo tantas luces como sea posible en la habitación de mi apartamento donde leo. A esta hora del día todavía no es peligroso tener luces encendidas en el apartamento. Aún hay algo de claridad fuera, así que el contraste con cualquier luz que venga de mis ventanas no es muy exagerado. Solo puedo tener tantísima luz en mi habitación durante treinta o cuarenta minutos. Después llega la noche, que paso en penumbra.
Hoy quiero escribir sobre un par de encuentros que he tenido. Volví a la calle de Kyiv donde viví durante varios años. Para mi sorpresa, vi unas luces acogedoras que estaban brillando desde una agradable cafetería que, como casi todas las cafeterías de la ciudad, habían estado cerradas desde el inicio de la guerra. Entré y pedí un capuchino, una bebida que sigo intentando encontrar desde que la guerra comenzó y, si lo logro, disfruto de manera distinta cada vez.
Es un juego al que juego conmigo misma. Todos los días me pregunto si un puesto de café se abrirá en mi camino. Cuando consigo una taza, soy inmensamente feliz, como si hubiera recibido un regalo inesperado. La cafetería estaba abierta porque un empleado que había dejado el trabajo antes de la guerra se había ofrecido a volver y trabajar solo. El nombre de este antiguo empleado es Alexéi. Era su cumpleaños hoy, pero no lo celebró. Me dijo: “Quería hacer algo, cualquier cosa, así que lo pensé y decidí que lo mejor que podía hacer era abrir la cafetería”. No tenía ningún otro lugar al que ir, me contó porque había huido del oblast de Lugansk después de la guerra del Donbass en el 2014. No quiere irse de Kyiv ahora. Sigue pensando en sus padres y su hermana, a los que no ha visto desde hace años y que viven en algún lugar cerca de Lugansk, en los territorios ocupados.
Cuando le pregunto sobre su cumpleaños, Alexéi me dice: “Todo ha perdido su antiguo significado. Solo ayer me acordé de que hoy era mi cumpleaños. Además, es domingo”. Le dije que tal vez mañana, lunes, habría más gente en la cafetería. Después nos echamos unas risas porque ya da igual si es domingo, lunes o viernes. Los descansos en el ritmo de la vida están determinados de manera diferente durante los tiempos de guerra, y llegan sin aviso. Luego me encontré con una pareja que llevaba dos perros pequeños. La mujer se llamaba como yo, Yevgenia. Al principio afirmaron que había escapado de Chernihiv. En realidad, continuaron diciendo, escaparon de una ciudad en la orilla izquierda del Dniéper, en el oblast de Kyiv. Más tarde me dijeron que no habían mencionado el nombre real de su ciudad por la debida precaución que hay que tener en estos tiempos.
Aunque sus perros no podían soportar los misiles y las explosiones, se habían quedado en casa hasta el último momento, y solo entonces huyeron hacia Kyiv. Los dos tienen ochenta y cinco años y, junto a otros cuatro familiares, son refugiados. Se están quedando en el pequeño apartamento de Kyiv de sus nietos pequeños. No podían imaginarse alejarse más de su pueblo de lo que ya lo están, decían los dos. El hombre me miró. Me preguntó: “¿Tienes aquí un lugar en el que vivir al menos?”. Asentí con la cabeza. Apenas pude pronunciar el “sí”.
Domingo, 13 de marzo - Hoy me he levantado por la mañana temprano y me he encontrado con ocho llamadas perdidas en mi teléfono. Eran de mis padres y de algunos amigos. Al principio pensé que le había pasado algo a mi familia y que mis amigos estaban intentando localizarme porque, por lo que fuera, mis padres los habían avisado a ellos antes. Luego mi imaginación se fue por otros derroteros y pensé en un accidente, en una situación de peligro en el centro de Kyiv, algo acerca de lo que quisieras advertir a tus amigos. Sentí un gran desasosiego. Llamé a mi prima porque su bonita voz, valiente y racional, siempre tiene un efecto tranquilizador en mí. Solo me dijo: “Kyiv ha sido bombardeada. La guerra ha empezado”.
Muchas cosas tienen un comienzo. Cuando pienso en el comienzo de algo, me imagino una línea dibujada de manera muy clara a través de un espacio blanco. El ojo observa la simplicidad de esta estela de movimiento: uno del que estamos seguros tiene un principio y un final. Pero nunca he sido capaz de imaginar el comienzo de una guerra. Es extraño. Estaba en el Donbass cuando estalló la guerra con Rusia en el 2014. Pero me metí en la guerra de todas formas, me metí en esa zona de violencia confusa y borrosa. Aún recuerdo la intensa culpa que sentí por ser una invitada a la catástrofe, una invitada a la que se le permitía abandonar cuando quisiera porque vivía en otro lugar.
La guerra ya estaba allí, un intruso, algo extraño, ajeno e insano que no tenía una justificación para ocurrir en ese preciso lugar, en ese preciso momento. Por aquel entonces yo no paraba de preguntar a la gente en el Donbass que cómo pudo empezar todo eso, y las respuestas siempre eran muy diferentes. Creo que el comienzo de esta guerra en el Donbass fue uno de los momentos más mitificados para la gente de Kyiv, precisamente porque seguía siendo incomprensible cómo algo así siquiera había empezado. Por entonces, en el 2014, la gente de Kyiv decía: “La gente del Donbass, esos ucranianos simpatizantes de Putin, invitaron a nuestro país a la guerra”. Durante un tiempo, esa supuesta “invitación” se ha considerado una explicación de cómo lo absolutamente imposible –la guerra con Rusia– se convirtió de repente en realidad a pesar de todo.
Al acabar la llamada con mi prima estuve durante un rato andando de un lado a otro por mi piso. Tenía la mente totalmente en blanco, no tenía ni idea de qué hacer. Entonces mi teléfono sonó de nuevo. Y una llamada siguió a otra: amigos que compartían planes para escapar, algunos que llamaban para asegurarse de que todavía estábamos vivos. Me cansé pronto. Hablé un montón, repitiendo constantemente la palabra “guerra”. Entre medias, miraba por la ventana y escuchaba a ver si sentía que las explosiones se estaban acercando. Las vistas desde la ventana eran muy normales, pero el sonido de la ciudad estaba extrañamente amortiguado: no se escuchaban niños chillando, ni voces en el viento.
Después salí fuera y descubrí un entorno totalmente nuevo, un vacío que no había visto antes, ni siquiera en los días más peligrosos de las protestas de Maidán. Algún tiempo después escuché que dos niños habían muerto en un bombardeo en el oblast de Jersón, al sur del país, y que un total de 57 personas murieron hoy en la guerra. Las cifras se convirtieron en algo muy real, como si yo misma hubiese perdido ya a alguien. Estaba enfadada con el mundo. Pensaba que se había permitido que esto ocurriera, que es un crimen contra todo lo humano, contra el gran espacio común donde vivimos y están depositadas nuestras esperanzas de futuro.
Yevgenia Belorusets - Traducción: Thomas Bunstead y Ana Sánchez Resalt. lavanguardia.com
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