"Era una barca a remos, azul cielo. Se llamaba Calma. La amarrábamos a los pies del balcón de la casa que mi abuelo había construido en el puerto de todos los veranos. Cuando llovía, había que achicar agua. Y limpiarla cada primavera. El pequeño llaüt a su lado también daba mucho trabajo. Pero compensaba por esos paseos que dábamos, a veces para ir a la playa, otras para hacer como que pescábamos, casi siempre por el simple placer de pasear.
Un día llegó un alemán y le quiso comprar el embarcadero a mi abuelo. No era más que un muelle modesto frente a un portón, la estampa de un montón de postales. Ni siquiera estoy segura de que pudiera venderse, porque pertenecerá a Puertos. Mi abuelo se negó. El alemán iba añadiendo ceros a la cifra que entonces era en pesetas, muy por encima del precio que tenía el embarcadero, y que sin embargo siempre quedaba por debajo de su valor. No hubo manera. Así que el alemán compró el embarcadero del vecino, supongo que para revenderlo al cabo de unos años porque nunca lo vimos por allí.
Cuando Santiago Rusiñol visitó Mallorca en 1893 (y las veces siguientes, a la captura de su luz), el ruido del motor de los aviones no sonaba incesante y abrumador cada día, de siete de la mañana a la medianoche, en el cielo de Costitx, Sencelles y Santa Eugènia, bonitos pueblos tranquilos que de repente es como si estuvieran bajo una autopista en la que ni un minuto entero de silencio permite oír el trinar de los pájaros. Tampoco había aviones dando vueltas sobre Pollença, esperando su turno para aterrizar por los colapsos en el aeropuerto, falta de controladores y personal de seguridad; ni había atascos en todas partes por exceso de vehículos, ni la humareda gris de los cruceros se cernía sobre una Palma con millones de turistas a los que molesta la posidonia cuando van a las playas.
No existían el balconing, ni Magaluf, ni había veinticuatro campos de golf pese a la sequía, ni Baleares lideraba la cifra de desahucios por impagos de alquiler, ni el paraíso se había vendido a precio de saldo para la especulación. Por eso Rusiñol llamó a Mallorca la isla de la calma. Ahora la isla está estresada. Y como el embarcadero de mis abuelos, en cuanto le dé el bajón y suba la marea, sin nadie que la cuide, se hundirá. Permanecerá solo en las postales." 
Yo he conocido esta Mallorca de la que habla Lucía Ramis en su artículo de hoy, de cuando los periódicos estaban a la vista en una estantería, y tú dejabas el dinero en un buzón y te llevabas el diario de Mallorca. Mientras, en la plaza Gomila ya había ambiente de noche, incluso vi actuar a Jimmy Hendrix en la discoteca Sgt. Peppers. Y en es Castell de Bellver actuaban Maria del Mar Bonet y su hermano, o se presentaba casi en la intimidad del hall de un Hotel Juan Baptista Humet, y 'xerrava' mallorquín a raudales, incluso bastantes de los militares que había en Palma que eran isleños, y lo hacían sin complejos. Había ya turistas, muchos turistas pero no la aglomeración actual. Tiempo era tiempo que añoramos y añoraremos, de un pasado que es nuestro y que ya no volverá.