La herida que causó en 2011 el terremoto y tsunami en el noreste de Japón todavía no ha cicatrizado. Tal vez nunca lo haga del todo. Un año antes, en 2010, el paisajista Itaru Sasaki no conseguía superar la muerte prematura de su primo, con quien mantenía una estrecha relación. Quería poder continuar con su día a día pero no estaba dispuesto a dejar de hablar con él. Para que la pérdida fuera más leve, decidió usar sus dotes y restauró una vieja cabina telefónica que instaló en el centro de su jardín, en Ōtsuchi. El teléfono no tenía línea, conectaba con el viento, pero a Sasaki le permitía desahogarse siempre que lo necesitaba. Se encerraba allí durante un rato y decía en voz alta todo aquello que hubiera querido decir a su familiar sin ser molestado.

Cuando Japón se cubrió de duelo unos meses después, pensó que su invento podría ayudar a más gente y ofreció la cabina, que se salvó de la tragedia debido a su ubicación elevada encima de una colina, a todo aquel que lo necesitara. Parte de su pueblo, Ōtsuchi, no corrió la misma suerte y quedó devastado por el terremoto y el maremoto. Ante la sorpresa de Sasaki, llegaron hasta allí centenares de personas que querían despedirse de quienes no habían podido salvarse.


Se calcula que en los tres años posteriores al desastre se acercaron unos 10.000 visitantes. Y todavía hoy, aunque de forma más espaciada, lo siguen haciendo. Y no exclusivamente para hablar de lo acontecido en 2011. De hecho, hasta allí viaja incluso gente de diferentes países para dar un último adiós a sus seres queridos y lo hacen con más frecuencia desde que empezó la emergencia sanitaria por la covid. “Así como un desastre, la pandemia vino de repente y cuando una muerte es repentina, el duelo que vive una familia también es mucho más grande”, explicó el paisajista, de 76 años, en una entrevista a Reuters .

La cabina se ha convertido en un lugar de peregrinaje, que no en un lugar turístico, tal y como especifica a La Vanguardia Laura Imai. Hace años que esta italiana vive en Japón y se quedó muy sorprendida cuando conoció la existencia del que se conoce como Bell Gardia. El impacto fue tal que acabó escribiendo una novela al respecto, Las palabras que confiamos al viento , que recientemente ha llegado a las librerías españolas y que tiene como protagonista a Yui, una locutora de radio que pierde a su madre y a su hija de tres años en la gran catástrofe. En su búsqueda de paz y consuelo conocerá a Takeshi, un médico cuya hija guarda silencio desde la muerte de su madre. Ambos se apoyarán en ellos mismos para sobrellevar el dolor y en la singular cabina telefónica.

Télefono del viento Laura Imai.  “Cierra los ojos suavemente y escucha atentamente el sonido a tu alrededor cuando hablas a través de tu corazón”, invita la web del Bell Gardia, que adelanta que su ubicación exacta no aparece en los mapas, precisamente para evitar masificaciones y, por tanto, pierda su objetivo principal. Quien realmente la necesite, una vez allí, cualquier lugareño indica su dirección. “Un lugar que reconforta el alma y el corazón de las personas y que hace crecer la mente hermosa de las personas”, continúa la descripción.

Para Imai fue un lugar revelador, tal y como ella misma confiesa a este medio. “Creo que puedo decir, sin riesgo de exagerar, que visitar Bell Gardia y conocer a la familia Sasaki cambió mi vida. Me cambió la forma de percibir el papel de la imaginación, de lo necesario que es educar a los niños para que vean lo que no es visible a los ojos para afrontar las grandes pruebas que nos impone la existencia. Saint-Exupery tenía razón “lo esencial es invisible a los ojos”.

¿Sería una buena idea trasladar esta iniciativa en otros lugares? Desde Gran Bretaña y Polonia han contactado con los creadores de este espacio para estudiar alguna propuesta similar.