La primera ministra de Finlandia, Sanna Marin se vio rodeada de una gran polémica tras la filtración de un vídeo en el que aparece bailando y cantando con unos amigos. Imágenes publicadas por el tabloide sensacionalista Iltalehti que llevaron al sector más conservador de la política finlandesa a criticar una supuesta falta de ejemplaridad e incluso a dar dudas sobre un posible consumo de estupefacientes. Pero el comunicado oficial publicado este lunes por la tarde señala que el test de drogas no deja lugar a dudas: la primera ministra de Finlandia no había consumido sustancias ilícitas.
Festival de la hipocresía, se argumenta, con el asunto de la primera ministra finlandesa bailando ante la cámara con unas copas de más. Se señala a los que se suben al carro de la crítica –no a una mujer joven, sino a una gobernante– acusándolos de una mezcla de misoginia y juventufobia. Se añade, a modo de argumento también universal, que quién es el guapo que no empina el codo y hace el ganso ante una cámara de vez en cuando y si no es esta la mejor manera de demostrar que los mandamases son iguales que el resto de los mortales. ¡Menuda novedad la humanidad del gobernante! Como si el refranero no hubiese tomado nota hace siglos de las verdades del barquero: caga el rey, caga el papa y en este mundo de cagar nadie se escapa.
Todo este papanatismo pro Sanna Marin se deshace como un azucarillo encendiendo el microscopio. Para empezar, la conversación pública y las muestras de apoyo o censura serían otras si el exceso lo hubiesen protagonizado Isabel Díaz-Ayuso, Irene Montero o Laura Borràs, por poner tres ejemplos –también de señoras– que provocan reacciones fanáticas a favor o en contra entre el personal. Ayuso baila borracha mientras la sanidad madrileña se desmorona. Montero se contonea beoda mientras la inflación sume en la pobreza a media España. Borràs se burla del independentismo empinando el codo con rioja. Son cosas del estilo –sin exagerarlas– que leeríamos y escucharíamos.
Es facilón apoyar a una primera ministra que ni nos va ni nos viene. Pero la cuestión no es si a este mundo todos hemos venido a coger una cogorza y a mover el esqueleto de vez en cuando. El meollo del asunto radica –sean hombres, mujeres, ancianos o adultos jóvenes– en la incapacidad de algunos dirigentes de entender exactamente qué responsabilidades asumen cuando aceptan cargar en sus espaldas con la representatividad de la primera institución de su país. Un gobernante es, mientras dura su mandato, la institución hecha carne. Y sobre esa verdad se asienta el respeto a lo que simbolizan. Y a una institución beoda se la respeta menos o no se la respeta. Exactamente igual que a un parlamento a cuyo hemiciclo se acude en chanclas y camiseta. Por mucho que la frívola concepción que hemos adoptado de la naturalidad y la sinceridad nos lleven a creer infantilmente lo contrario. - Josep Martí Blanch - lavanguardia.com