Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación, tanto para combatirla (pues ellos viven, a fin de cuentas, en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases) como para disimularla: pues la simple verdad de las «nocividades» y de los riesgos actuales es suficiente para constituir un inmenso factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo XIX la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado —que aspiraban todos a la solución definitiva del problema de las clases—, se está esbozando un nuevo reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras. El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado. Pero si ese nuevo reformismo tiene de antemano la garantía de su fracaso, por exactamente las mismas razones que los reformismos del pasado, lo separa de éstos la diferencia radical de que ya no tiene tiempo por delante.
La época que posee todos los medios técnicos para alterar absolutamente las condiciones de toda la vida sobre la tierra, es también la época que, en virtud del mismo desarrollo técnico y científico separado, dispone de todos los medios de control y previsión matemáticamente incuestionables para medir por adelantado adónde lleva —y hacia qué fecha— el crecimiento automático de las fuerzas productivas alienadas de la sociedad de clases: es decir, para medir el rápido deterioro de las condiciones mismas de la supervivencia, en el sentido más general y más trivial de la palabra.
Mientras los imbéciles pasadistas siguen disertando todavía sobre (y contra) una crítica estética de todo eso, creyéndose lúcidos y modernos porque fingen adaptarse a su siglo, declarando que (…) las autopistas poseen una belleza peculiar, preferible a la incomodidad de los «pintorescos» barrios antiguos, u observando seriamente que el conjunto de la población come mejor que antes, por más que digan los nostálgicos de la buena cocina, el problema del deterioro de la totalidad del medio natural y humano ha dejado ya completamente de presentarse en el plano de la supuesta calidad antigua, estética o no, para convertirse radicalmente en el problema mismo de la posibilidad material de la existencia del mundo embarcado en tal movimiento. De hecho, la imposibilidad ha quedado ya perfectamente demostrada por todo el conocimiento científico separado, que ya no discute sino el plazo que queda y los paliativos que, de aplicarse con firmeza, podrían alargarlo un poco. Una ciencia semejante no puede hacer otra cosa que acompañar en su camino hacia la destrucción al mundo que la ha producido y a cuyo servicio está; pero ella se ve obligada a recorrer ese camino con los ojos abiertos: con lo que muestra en grado caricaturesco la inutilidad del conocimiento sin empleo.
Se está midiendo y extrapolando con excelente precisión el rápido aumento de la contaminación química de la atmósfera respirable, del agua de los ríos, los lagos y los océanos; el aumento irreversible de la radiactividad acumulada por el desarrollo pacífico de la energía nuclear; de los efectos del ruido; de la invasión del espacio por productos de materias plásticas que aspiran a una eternidad de vertedero universal; de la natalidad demencial; de la falsificación insensata de los alimentos; de la lepra urbanística que viene ocupando cada vez más el lugar de lo que fueron la ciudad y el campo, así como de las enfermedades mentales —incluidos los temores neuróticos y las alucinaciones, que no tardarán en multiplicarse a propósito de la contaminación misma, cuya imagen alarmante se exhibe en todas partes— y del suicidio, cuyas tasas de expansión coinciden ya exactamente con la de la urbanización de semejante ambiente (por no hablar de los efectos de la guerra nuclear o bacteriológica, para la cual ya están ahí los medios, cual espada de Damocles, aunque siguen siendo evidentemente evitables). - Guy Debord - la sociedad del espectáculo 1971.
Mientras, en 2022, Enric Juliana habla en este artículo de la vanguardia de un problema que parece grave y qie a pesar de ello ha pasado casi desapercibido: El socavón nuclear de Francia.
Francia ha conseguido una auténtica proeza desde que se detectaron inquietantes señales de corrosión en algunas de sus centrales atómicas, el pasado mes de enero. Ha conseguido que se hable poco de ello. El Gobierno francés ha logrado desplegar un velo de prudencia informativa ante un problema que ha obligado a disminuir la producción de su parque nuclear en plena guerra de Ucrania, que es también la guerra de la Energía. Esta es la fotografía: en el momento en que Francia consigue incluir la energía nuclear en el catálogo de energías verdes de la Unión Europea, se ve forzada a paralizar la mitad de sus reactores por un potencial riesgo de accidente.
El problema aún no está resuelto y el coste económico del mismo se valora este año en 29.000 millones de euros, cifra que dejará ingresar la compañía Électricité de France (EDF), de propiedad pública. Si algo parecido se hubiese producido en España, la escandalera sería mayúscula: los gritos de protesta se oirían hasta en la Patagonia. Francia sabe encapsular bien sus problemas y sus intereses...
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