Y van y nos dicen ahora unos expertos que lo han estudiado, que parece ser que sí que era aconsejable llevar guantes para protegerse de la Covid, que si que se pone el virus en las superficies de los supermercados y sitios similares. Claro que serán los mismos expertos que hace tres años nos decían que no eran necesarios. La noticia la escuché en la radio, pero lo cierto es que no la he sabido encontrar en la red. Seguramente el ChatGPT sería capaz de encontrarla, pero me hice el propósito de no utilizarlo y de momento me mantengo firme en mi postura.
Un poco tarde llega el aviso, cuando salvo farmacias, hospitales y similares, y algún aprensivo que no acaba de decidirse, incluso las mascarillas han pasado a la historia. También ha pasado la fiebre por las vacunas, la indignación contra quienes se saltaron el turno por métodos poco ortodoxos y el rechazo que producían los que se llamaban a sí mismos antivacunas. También hemos aparcado la costumbre de huir de reuniones multitudinarias y de lugares atestados de gente, y nos lanzamos a las calles como si debiera acabar el mundo cuando surge una oportunidad, con las mismas o más ganas que antes.
En su momento, creímos que nunca acabaría, que las restricciones serían eternas y que el miedo, al igual que el virus, permanecería entre nosotros para siempre. Y si bien es cierto que el virus sigue dando algún disgusto que otro, el miedo ha desaparecido. Y es que no se puede vivir con un temor eterno, nos guste o no.
Pero hay cosas que no deberíamos olvidar tan rápido. En primer lugar, a todas las personas a las que se llevó la pandemia. Y con ellas, a los sanitarios a los que cada día, a las ocho, salíamos a aplaudir como una especie de catarsis colectiva. Está bien dejar atrás el sufrimiento, pero algunas lecciones no deberíamos olvidarlas. Y, entre ellas, la importancia de estas profesiones tan vocacionales, tan sacrificadas y no siempre tan valoradas como debería. No quiero pecar de alarmista, pero deberíamos haber aprendido que no estamos a salvo de nada, y que, aunque no todo se puede prever, tampoco todo se puede improvisar, como ocurrió entonces. Que, más allá de las carcajadas que producían los carros llenos de rollos de papel higiénico y los estantes de los supermercados huérfanos de levadura, había muchas lecciones de tomar nota, y no hemos hecho los deberes. Y que, por supuesto, por mucho que nos intentáramos convencer de que saldríamos mejores, ya hemos visto que de eso nada. Parece que hace mucho, pero fue ayer. Y ya se sabe que quien olvida sus errores está condenado a repetirlos. La historia no sólo se repite, sino que no somos capaces de sacar una lección positiva, y en la siguiente pandemia volveremos a caer en los mismos errores.
Dicen los de Moderna que en el 2030 tendrán una vacuna contra el cáncer e incluso para las enfermedades coronarias (esto segundo ya es más difícil). Mejor sería que se dedicaran a buscar una vacuna contra la estulticia humana, nos hace mucha más falta.
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