Después de que en China hayan inventado el comunismo capitalista, en Occidente algunos plantean, como solución para nuestro futuro, otra paradoja política: la creación de democracias autoritarias. O iliberales, como las llama el húngaro Viktor Orbán. En realidad, yo creo que deberíamos decir democracias nacionalistas, muy marcadas por la obsesión patriótica. Con serenidad, Enric Juliana ha ido dibujando en sus últimos artículos el boceto de lo que podría ser el futuro mapa de Europa, con distintos grados de libertades, según el país en que nos encontremos, comenta Gabriel Magalhaes en su artículo.
En una primera fase de este proceso, subieron a la escena algunos chapuceros como Donald Trump y Jair Bolsonaro, que tropezaron en su propia ignorancia y fueron, de momento, desbancados. Pero el proceso sigue en marcha. Que esto va muy en serio lo comprendí en Pau (Francia), a finales de septiembre, en un congreso sobre novela policiaca: Meloni había acabado de ganar las elecciones y los compañeros italianos llegaron algo cabizbajos a las primeras sesiones del coloquio. Los profesores franceses les dijeron, como si les diesen la absolución: “A nosotros nos pasará lo mismo dentro de unos años”.
Convoquemos a su señoría la historia, tan menospreciada en este tiempo hipnotizado por el presente. Siempre que ocurre una globalización, hay una potencia, o varias, que se montan en ese nuevo carrusel planetario para dominar el mundo. Fue así que las ideas de la Ilustración, tan universales, se transformaron en ejércitos franceses napoleónicos dándose un garbeo bélico por toda Europa. Ante esas globalizaciones, que siempre tienen una connotación agresiva, los particularismos –o sea, los que no viajan en el nuevo carrusel– activan virulentos nacionalismos defensivos.
España explotó en una brutal reacción patriótica que expulsó a las tropas francesas: fue la guerra de la Independencia. Esos nacionalismos reactivos, aunque puedan vencer a la potencia global, señalan siempre una situación de crisis y suelen desencadenar convulsiones posteriores. En el caso español, lo que vino después fue un amargo siglo XIX, con tres guerras civiles carlistas.
La última gran globalización se desencadenó a partir de 1989, caída del muro de Berlín, y 1991, fin de la Unión Soviética. Las potencias occidentales se montaron en el nuevo carrusel de comercio mundial, internet y viajes low cost, convencidas de que se tragarían al mundo entero. Algún ingenuo decretó que la historia había terminado. El primer particularismo que reaccionó fue el islam radical. Atentado de las Torres Gemelas, año 2001. Siendo coherentes con sus ambiciones globales, los países de Occidente quisieron contratacar: combatieron en Irak y Afganistán, para controlar ese extraño patriotismo religioso islámico y también el petróleo que, en parte, lo alimenta.
Pero el verdadero problema era China. Como saben los sinólogos, el comunismo chino no es sino una forma de nacionalismo. Ante el poderío de Occidente, China ha sabido propulsar algo así como una “contraglobalización”. Se trata de una de esas llaves sutiles, propias de las artes marciales del Lejano Oriente, en que se aprovecha la fuerza del enemigo para tumbarlo. Occidente se precipitó en las oportunidades que el comunismo capitalista chino le brindaba y, hoy en día, se ve a sí mismo cayendo en el vacío. El mundo vuelve a ser lo que tradicionalmente ha sido: en el panorama de los últimos cuatro milenios, la zona más rica del planeta no es Europa, ni América, sino el espléndido mundo oriental.
Ante una globalización que ya no es solo nuestra, con la sensación de que nos echan del carrusel triunfante, somos ahora nosotros los que activamos nacionalismos defensivos. El diagnóstico de los problemas occidentales y sobre todo europeos resulta demoledor: demografía envejecida, conflictos migratorios, graves problemas ambientales, empobrecimiento de la clase media, retraso tecnológico en algunos terrenos clave. Ahora, Occidente ya no combate en Afganistán, sino en Ucrania para defender sus fronteras.
Sin embargo, estos nuevos nacionalismos autoritarios europeos no serán más que un sello, una firma que le pondremos a nuestra decadencia. Generarán, además, conflictos endémicos internos y entre los varios países. Serán el rostro de una larga crisis, de un doloroso declive. Instaurando democracias autoritarias, estaremos adoptando el acto reflejo de los perdedores de la historia. Nuestro verdadero futuro pasa por otras soluciones. Ojalá sepamos encontrarlas.
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