Una ciudad es la fusión del paisaje y el paisanaje. O debería serlo. Porque en Ciutat Vella el paisanaje está desapareciendo. Sus vecinos se van muriendo o se van" - José Manuel Rambla reflexiona sobre cómo está afectando el turismo a la ciudad de Valencia, aspecto que conocen bien los barceloneses y madrileños, y que parece una consecuencia inevitable de la atracción turística de ambas ciudades. Tomen nota los que se quejan constantemente de todo en Barcelona o Madrid, cuyo problema no es único en el ámbito local, Valencia está en la misma situación, como Venecia, como otras grandes capitales turísticas.
"La escritora y cineasta nórdica Odveig Klyve presenta en su corto View (2022) una nueva visión del Leviatán marino: la cámara encuadra un bucólico paisaje portuario nórdico, con las casas pequeñas, las aguas plácidas de su bahía y un viejo campanario en el fondo, sin embargo, la escena se ve alterada poco a poco por la aparición de una muela que surgiendo por la izquierda de la pantalla devorando la visión de las aguas calmadas y el viejo campanario, incluso amenaza de tragar las casitas que ahora resultan frágiles ante la inmensidad del gigante Es un crucero, el primero de los que irán llegando, y de sus tripas van desembarcando hileras de turistas que con su frenético avance destruyen una quietud que, sólo unos segundos antes, nos parecía eterna, una ciudad de la costa oeste noruega, y aquí surge lo inevitable, claro, porque Rafa Lahuerta es responsable de que cada vez que aparece Noruega pensamos irremediablemente en Valencia.
El fenómeno turístico lleva tiempo transformando la ciudad. O más exactamente, mutándola. Valencia se está convirtiendo en una ciudad mutante. El turismo lo modifica todo, incluso las iniciativas más bienintencionadas. La zona peatonal de Ciutat Vella lejos de humanizar sus calles ha degenerado en una estresante carrera de obstáculos para sortear el alud de visitantes, dispersos o en grupos organizados bajo la dirección de este guía que enarbolando su banderín parece parodiar la figura del Palletero. La promoción de la bicicleta ha dado pie a auténticos batallones de ciclistas que recorren nuestras vías con la misma complacencia y determinación con la que la caballería del general Custer irrumpía en los poblados apaches. En el Mercado Central consumen todos los productos, aunque lo hagan más con los objetivos ávidos de sus cámaras que con la cesta de la compra. Los músicos callejeros cogen a los recién llegados con sus actuaciones, siempre los mismos temas, que acaban transformándose para el residente en un eterno día de la marmota melódico. Disfrutar de una simple cerveza se convierte en el mejor de los casos en una trabajosa odisea por encontrar algún sitio libre, porque a compartir ese momento con los parroquianos ya has renunciado: tu vecino de mesa nunca será el mismo, irá cambiando a golpe diario de nuevos vuelos o nuevos cruceros. Y con cada cambio escuchas un idioma distinto mientras lees el menú en inglés y piensas con sarcasmo en las políticas de normalización lingüística.
Una ciudad es la fusión del paisaje y el paisanaje. O debería ser. Porque en Ciutat Vella el paisanaje está desapareciendo. Sus vecinos se van muriendo o se van. Si el problema de la vivienda estrangula el futuro de las ciudades y las personas en cualquier lugar, el fenómeno turístico incrementa la asfixia hasta extremos sádicos. Cierto es que hoy la llegada de nuevos residentes extranjeros ha evitado el desierto e incluso permite al distrito ganar población. Bienvenidos sean. No creo en las esencias inmutables de los espacios. Me gusta ver que las calles emanan diversidad y si algo me molesta es comprobar cómo detrás persisten a menudo inaceptables realidades de exclusión social. No me importa que el Carmen se convierta en Little Italy, como no me rasgo las vestiduras para que la calle Pelayo sea la entrada a la nueva Chinatown. El paisaje urbano cambia, esto es todo. El problema del impacto turístico es que no crea un paisaje. Por el contrario, la industria turística, una de las vanguardias en la desmaterialización de la realidad promovida por la globalización neoliberal, sólo genera no lugares, como los centros comerciales o los aeropuertos, espacios despersonalizados, meros decorados temáticos, como los de esas franquicias que desplazan a comercios o bares tradicionales, donde el visitante no busca descubrir lo que le sorprenda sino confirmar que encuentra, cómodamente, lo que esperaba. En Benidorm o en la plaza del Tossal.
Una ciudad es la fusión del paisaje y el paisanaje. O debería serlo. Porque en Ciutat Vella el paisanaje está desapareciendo. Sus vecinos se van muriendo o se van"
Ante estas impresiones, la industria turística suele responder con una voz de alarma: ¡turismofobia! La crítica quedaría así desarmada al colgar a quien la realiza una etiqueta que le estigmatiza como noche y nostálgico, cuando no abiertamente reaccionario como los miembros de las otras tribus fobia: el tránsfobo, el homófobo el xenófobo. El sector, que si algo tiene son buenos publicistas, contraatacará además recordando las grandes cifras de visitantes, el impacto en el PIB, su incidencia en el empleo. Incluso llegará a aceptar alguna objeción que, en cualquier caso, considera subsanable con una buena diversificación de destinos que evite las masificaciones o una especialización de productos. Soluciones que no dejan de recordar aquel chiste infantil del “sueño o muerte”. Sólo que cuando hay intereses económicos tras el siniestro dilema suele acabar con un susto de muerte. De hecho, la realidad demuestra que las diversificaciones de destinos turísticos lejos de limitar la masificación le extienden como el chapapote. Basta con pasear por Ruzafa. O comprobar el interés especulativo del capital inmobiliario extranjero por el Cabanyal.
Detrás de estas apologías hay dos mitos asentados en el imaginario. Lo primero es que el turismo es una industria limpia cuando la experiencia acumulada demuestra su carácter depredador sobre el territorio. Si en los años 60 el turismo de sol y playa degradó nuestro litoral, hoy el turismo de ciudad transforma nuestras calles en no lugares. De las emisiones de CO2 o la sobreexplotación de acuíferos ya no hablamos. El segundo mito es haberlo convertido en la panacea de cualquier cosa sólo añadir un adjetivo: se habla de cultura y patrimonio, de inmediato surge el turismo cultural; se habla de España despejada, he aquí el turismo rural; se habla de fe, de turismo religioso; se habla de pimientos, pues nada, turismo gastronómico. El turismo se presenta así como una especie de bálsamo de Fierabrás que para todo sirve aunque, como decía el refrán del ungüento blanco, nada aprovecha.
Si en los años 60 el turismo de sol y playa degradó nuestro litoral, hoy el turismo de ciudad transforma nuestras calles en no lugares.
Nadie pone en duda la importancia económica del sector turístico. Pero poco se recuerda que para mantener los niveles millonarios de visitantes se requiere alguna de estas condiciones: ser un referente icónico mundial como París, Nueva York o Venecia, o ser un destino barato… para el visitante, por supuesto. Esta última variable suele ser la determinante en la mayoría de casos, sea España, Cancún o Thailandia. Porque detrás de las grandes cifras y los números astronómicos se esconde la precariedad y los bajos sueldos de los trabajadores, de los camareros, de las kellys. No sorprende que, pese a los exitosos balances y las grandes previsiones económicas, el 40% de las plazas ofertadas en carreras de turismo y hostelería se quedarán desiertas este curso universitario en España.
Plantear el debate como una dicotomía entre turismo sí o no, carece pues de sentido. Especialmente cuando, además, la reciente pandemia nos ha mostrado el grave riesgo de futuro que conlleva la enorme dependencia del monocultivo turístico. Por eso los términos de la polémica deberían situarse en otra dimensión, al pensar cómo avanzamos en la consolidación de la comunidad, en la cohesión económica, urbanística, cultural y social, en la vertebración colectiva y la armonización medioambiental . Ahora que los viejos dogmas neoliberales se derrumban serían la ocasión propicia para reimaginar y promover un nuevo territorio, una nueva ciudad, una Valencia compartida. Aunque, claro, ahora estamos en campaña electoral y quizá no sea el mejor momento…
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