El tópico del fiestón de la democracia para referirse a las elecciones se oye menos que antaño. Como cantaba Rocío Jurado, quizás se nos esté rompiendo el amor de tanto usarlo. Y convendría que nos enamorásemos de nuevo. Nada que ver con el porcentaje de participación, sino con el seguir aferrados a la idea de que los comicios, más allá de sus consecuencias prácticas, son sobre todo una celebración litúrgica. Porque de eso hablamos cuando ensalzamos la carga simbólica que acompaña al acto físico del voto como la manera de apuntalar la convivencia, gestionar las diferencias y ofrecer a cada ciudadano la posibilidad de influir en el camino que ha de tomar una sociedad para avanzar toda ella hacia una vida buena o, cuando menos, mejor.
Pero reconozcamos que la tan cacareada fiesta se nos está agriando de un tiempo a esta parte. Y no porque vaya acompañada de incidentes. Nada de eso. Las votaciones a menudo funcionan como un reloj. Lo que sucede es que la jornada electoral, lo que desde la ingenuidad ya pérdida bautizamos como fiesta, solo es una pieza más, ciertamente la más vistosa, del pensar y actuar democrático. Sin votar no hay democracia, pero el sufragio por sí solo no la dota de pleno contenido.
Tomemos como ejemplo una fiesta mayor de un pueblo o ciudad. Para esa comunidad, el festejo patronal no es más, o así debiera ser para mantener su sentido, que la máxima expresión del orgullo y agradecimiento por el vivir ordinario y en común durante doce meses. Una celebración del yo colectivo exhibido durante los festejos pero forjado sin estridencias a diario. De igual modo debieran operar las jornadas electorales. Una fiesta sí. Pero que solo puede mantener su carácter primigenio si se alimenta de la cotidianidad que se sucede entre unas elecciones y otras. Jornadas esas que también debieran ser objeto de una humilde celebración de la política, aunque silenciosa e inconsciente. Es esto último lo que se nos está deshilachando a marchas forzadas.
Se nos ha evaporado la presunción de bondad política en el otro. El creer de verdad que el proyecto político de quien piensa diferente, aun en las antípodas de nuestro modo de ver las cosas, responde también al objetivo de mejorar las cosas. Estamos arrinconando en el cajón del olvido que el reconocimiento de las victorias y la asunción de las derrotas no es solo una formalidad protocolaria, sino que obliga a un tipo de comportamiento que debe extenderse a la praxis diaria de todos los actores políticos en todas las instituciones. La polarización, cada vez más acusada, no escoge ese camino. Respeta la democracia formal, pero debilita su fundamento: el permanente reconocimiento del otro. Hoy que votamos en unas elecciones planteadas en clave de bloques vale la pena que nos lo recordemos.
Esta noche quizás sepamos, quizás no, la fórmula de gobernanza que regirá los próximos años no solo nuestra vida colectiva, sino también, en una época en la que los gobiernos ya han entrado hasta la cocina de los domicilios, muchos de los aspectos privativos de nuestro quehacer como individuos. Y confortados o no, sintiéndonos ganadores o perdedores, debiéramos evitar vivir la derrota como el sentir la bota del otro en el cuello o administrar la victoria como el botín de guerra que nos da permiso para poner la nuestra en el gaznate de los demás.
¿Y qué sentido tiene escribir en primera persona? ¿No es acaso responsabilidad de los políticos afianzar este modo de hacer que va más allá de las urnas? ¿No son ellos acaso los que pueden y deben administrar con naturalidad la derrota y con generosidad la victoria?
Sí. De ellos es el trabajo principal. Pero que el gobernante y el cargo electo no atienda a sus obligaciones no tiene por qué arrastrarnos sin resistencia al precipicio de la polarización y la deslegitimación del adversario. Hay siempre un espacio de resistencia individual. Y debe aprovecharse para fijar los pies, al menos los de uno mismo, en la baldosa del sentir y actuar plenamente democrático.
Nada de eso significa la renuncia a las propias convicciones. Tampoco hay que confundirlo con una actitud pusilánime o resignada frente a aquello que nos desagrada o que consideremos inaceptable. Pero la militancia democrática pasa por el respeto diario –no solo hoy– a las formas y por la elección de palabras y discursos que no deterioren sus fundamentos más básicos. Día tras día. Bastaría con eso para que la fiesta de hoy, que lo es menos de lo que ha sido, recuperase plenamente su sentido. Y también para que la resaca nos resultase al menos soportable. - Josep Martí Blanch
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