La devastación es que te reciban con un número: 84. La semana pasada, apenas unas horas después de que un terremoto hiciera temblar Marruecos, Tafgarte era una herida abierta en mitad de la montaña. Perdida en el Atlas marroquí, una de las zonas cero del seísmo, Tafgarte había pasado de ser una humilde y bucólica aldea de 120 casas de piedra habitada por campesinos y pastores, a un alud de rocas, vigas de madera despedazadas, hierros retorcidos y ropas rasgadas. No quedaba nada. Cuando llegué al pueblo, al final de una carretera estrecha y serpenteante, uno de sus vecinos, Hannanh Abouss, no esperó ni siquiera a que apagara el motor del coche. Abrió la puerta del vehículo y gritó una y otra vez la misma cifra: ochenta y cuatro, ochenta y cuatro. - Xavier Aldekoa, Corresponsal de la vanguardia en África Subsahariana.
De sus 450 habitantes, el terremoto había matado a 84. Abouss podría haber dicho sus nombres y apellidos de carrerilla: eran su familia, sus amigos y sus vecinos de toda la vida. Por eso precisó en seguida que habría doce muertos más, pero que sus cuerpos estaban todavía debajo de las piedras. Como nadie había venido a ayudarles, eran los propios vecinos quienes debían remover los escombros. Al recorrer lo que quedaba de las calles de Tafgarte se escuchaba a la gente llorar sin parar. Algunas familias esperaban sobre las ruinas de sus casas, cansadas y desesperadas después de retirar durante horas aquel revoltijo imposible de piedra y muerte. Sobre una de las casas en ruinas, tres niños con la mirada vacía estaban sentados junto a tres bultos envueltos en mantas: los pocos enseres que habían podido recuperar de la destrucción. El más pequeño, de cuatro años, había encontrado un juguete, un autobús blanco que hacía rodar en sus rodillas adelante y atrás y de atrás hacia adelante. El mayor, de 14 años, se llamaba Mohamed. Llevaba una chaqueta negra con capucha azul y, debajo del abrigo, la camiseta blaugrana del Barça.
Al ver los colores culés, quise explicarle que yo venía de Barcelona y ese era mi equipo y le levanté el pulgar. Durante mis viajes por África, a menudo ocurre que charlar de fútbol, del FC Barcelona o Messi, relaja la tensión. A veces, calma los nervios de unos rebeldes armados y agitados, otras veces rebaja las intenciones de un policía corrupto y en otras rompe por unos instantes la barrera del dolor y permite que, quien está delante hundido en el tormento, se distraiga durante unos segundos.
En Tafgarte no ocurrió. Mohamed me miró con unos ojos negros vacíos y cuando entendió qué le estaba diciendo, intentó sonreír pero no lo consiguió. En lugar de una sonrisa, en su rostro apareció una mueca de tristeza profunda y sus labios se torcieron levemente hacia la izquierda.
A veces, ni siquiera el fútbol sirve.
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