Es un indigerible concierto que atraviesa los siglos. La cuerda de un violín petando, el eco que deja en el cráneo la Danza macabra de Saint-Saëns, donde el violinista se ve forzado a tensar una de las cuerdas para empujar el sonido al límite. Que las guerras son como sinfonías no lo digo yo. Lo escribió Agustí Calvet, Gaziel , probablemente el mejor cronista europeo de la Gran Guerra. 

En el frente de Verdún, el reportero de La Vanguardia llegó a la conclusión de que “la pintura, la narración o la poesía son impotentes para dar una idea de las batallas modernas. El único arte capaz de representarlas sería la música”. Una noche de marzo de 1916, con las trincheras en tempo prestissimo con fuoco , describió lo que oía como “un enorme estremecimiento de agrios violines y un silbar delirante de flautas, desencadenados con incansable furor”.

“A veces –anotaba Gaziel–, de entre el haz nervioso de estas voces fantásticas se destacaba una más aguda y desgarradora. Era una granada que se acercaba a nosotros. Su progresión duraba tan sólo unos segundos. El sonido se adelgazaba hasta roer el oído con insoportable estridencia, como si una mano diabólica recorriera de un cabo a otro la cuerda de un violín para arrancar un chillido agudísimo”.

Es la cuerda de violín petando. El eco que deja en el cráneo la Danza macabra de Saint-Saëns, donde el violinista es obligado a estirar una de las cuerdas para empujar la música al límite.

“Al llegar a su vibración extrema –seguía narrando Gaziel desde las trincheras del norte de Francia–, el sonido cesaba bruscamente, como si se rompiera la cuerda tensa que lo producía, y al instante mismo retumbaba la profunda explosión de la granada al hundirse en la tierra, y oíamos el teclear de la metralla entre la espesura”.

Es la Danza macabra forzando al violinista a bajar un semitono de la cuerda mi, la más aguda al aire. La disonancia del trítono que te arrastra hacia lo impuro, inquietante por no dejar de ser hermoso (Bach utilizó este demoníaco intervalo para caracterizar a Judas en la Pasión según San Juan).

“La música siempre ha sido mi vida”, me decía Oleg en marzo tomando un café en Don Corleone, una pizzería del frente del Donbass. Antes de la guerra, este soldado ucraniano había sido barman, aprendiendo en congresos de coctelería en Berlín, y cuando los rusos irrumpieron en su país tenía su propio estudio de música.

“Sólo un genio musical –insistía Gaziel en la primera línea de Verdún– sería capaz de extraer de esa horrísona y ensordecedora armonía la expresión adecuada de las batallas actuales, donde el color, el movimiento y la figura no son más que partículas insignificantes, anegadas en el torbellino acústico de la fuerza explosiva”.

–La guerra es ruido, ¿la guerra es música? –le pregunté al soldado Oleg en el Donbass.

–Sí –me respondió sorprendido–, y a veces me imagino componiendo ese tema en mi estudio. Sería algo sintético, electrónico, sin melodía. Alguien ya compuso a martillazos una sinfonía al Donbass, en el estalinista año de 1931. Es un film vanguardista del cineasta Dziga Vértov: ¡Entusiasmo! Sinfonía del Donbass (me lo descubrió Antoni Monés, lanero de Sabadell).

Violinista y psiconeurólogo, Vértov concibió su film como un “asalto a los sonidos” de las minas de carbón en la chirriante cuenca, arrastrando la primera estación móvil de grabación ambiental. El público soviético no lo acabó de entender y lo calificó de “concierto de maullidos”. Al público capitalista le hizo más gracia: Chaplin quedó maravillado ante la “belleza” de ese “ensamblaje de ruidos metálicos”.

Sinfonía del Donbass es un canto al primer plan quinquenal del Politburó, primer movimiento de una sinfonía descompuesta en 1989 y hoy putinificada . Un film que arranca con la destrucción de campanarios y termina santificando al metal del Donbass. Empezaron matando a Dios y han acabado con popes bendiciendo hoy a los soldados que empujan hacia el matadero.

Desconozco si el soldado Oleg ha empezado a extraer de las trincheras su sinfonía o el tecleo de la metralla rusa lo ha desplomado. La cifra de soldados muertos es indigerible –los dos bandos se la callan– y no me atrevo a preguntarlo a la chica que me lo presentó. Solo sé que en agosto, cinco meses después de nuestro encuentro, dos misiles Iskander rusos reventaron la pizzería donde él me contaba cómo musicalizaría la guerra en su sintetizador.

Gaziel, que afinaba en extremo sus palabras, ya describía en la primera guerra moderna el suspiro previo al impacto que se oyó en esa pizzería, la uña de Satán arrancando un chillido insoportable a la cuerda del violín. - Plàcid García-Planas.