La primera película de Ken Loach que vi, allá por 1990, fue Agenda oculta, que le valió un premio en el Festival de Cannes y lo dio a conocer internacionalmente. Desde entonces creo no haberme perdido ninguna hasta llegar a la muy reciente The Old Oak, con la que ha dado por cerrada su larga y fructífera filmografía, siempre atenta a las transformaciones y contradicciones de la sociedad. La razón del adiós es sencilla: hace unos meses, Loach cumplió 87 años. Lo conocí brevemente en la primavera de 1994 en el rodaje de Tierra y libertad, que visité con el encargo de hacer un reportaje para un suplemento dominical. La película se rodó en uno de los rincones más hermosos de España, el Maestrazgo, y mi trabajo consistía en tomar notas de lo que veía mientras disfrutaba del paisaje y charlaba con actores y figurantes, que seguían con su vestuario de época cuando ya la sesión de rodaje había concluido. Yo estuve por allí tres días; el equipo artístico, dos meses. De ese equipo formaban parte Icíar Bollaín y Paul Laverty. En el mundillo del cine suele decirse que los amores de rodaje no llegan al montaje, pero el suyo, que surgió entonces, está a punto de alcanzar las tres décadas. Laverty, actor secundario en esa película, se convirtió poco después en el guionista de cabecera de Loach. Suyos son los guiones de 14 de sus últimas películas. Suyo también es el guion de The Old Oak, ambientada en un empobrecido pueblo minero en el que el Gobierno ha decidido alojar a varias familias de refugiados sirios. El conflicto surge cuando una parte del vecindario expresa su animadversión hacia los recién llegados, a los que consideran culpables de la desvalorización de sus propias viviendas. Así pues, el tema, tan antiguo y tan actual, no es otro que la xenofobia.

Esta, en el fondo un miedo atávico a quienes no son como nosotros, está todos los días presente en los periódicos. Acuérdense de los salvajes disturbios de hace poco en Dublín, cuando cientos de ultraderechistas quisieron organizar su particular noche de los cristales rotos, después de que un inmigrante hubiera atacado con un cuchillo a tres niños y una maestra. No parece que a los xenófobos les mereciera un instante de reflexión el hecho de que el hombre que consiguió reducir al agresor golpeándole con su casco de repartidor de Deliveroo fuera también un inmigrante.

Las clases trabajadoras están dando el salto de la izquierda tradicional a los partidos de ultraderecha. 

Dublín se ha convertido en una de las capitales más caras de Europa, con unos alquileres que duplican los precios de Madrid, y por sus calles es habitual ver manifestarse a extremistas que reclaman viviendas solo para los irlandeses. ¡Qué curioso que, tanto en el caso de la película de Loach como en el del vandalismo dublinés, el pretexto para el brote de xenofobia sea el precio de la vivienda! Si se abaratan, porque se abaratan. Si se encarecen, porque se encarecen. Pero el culpable siempre es el mismo: el forastero, el recién llegado, el diferente.

En The Old Oak, un personaje se encara con uno de los xenófobos y le acusa de echar siempre la culpa a los de abajo, a los que tienen menos, y nunca a los de arriba, a los que tienen más. El problema, precisamente, es que la xenofobia se ha extendido entre las que solíamos conocer como clases trabajadoras, que están dando el salto de las organizaciones tradicionales de izquierda a los partidos de ultraderecha. Me pregunto qué explicación le encontraría a esto el materialismo histórico y, sobre todo, qué soluciones propondrían Karl Marx y los suyos. ¿Se puede ser de izquierdas y compartir los argumentos de los xenófobos?

Lo más preocupante es que hay quien cree que se puede. La carismática Sahra Wagenknecht, una especie de Yolanda Díaz alemana, diputada de la formación izquierdista Die Linke, casada con el histórico socialista Oskar Lafontaine, ha sido noticia recientemente por su intención de crear una nueva organización política que abogará por subir los impuestos a los ricos pero también por restringir la inmigración. Las encuestas anuncian que el nuevo partido le quitará un buen puñado de votos a la extrema derecha, y la excusa que Wagenknecht ha puesto para dar ese paso no me resulta desconocida: “Cuando faltan setecientas mil viviendas en el país, no podemos recibir cientos de miles de migrantes”. Otra vez el viejo pretexto.