Creación.La capacidad generativa de las IA ya asombra y amenaza a la creación artística, y está empezando. 

 Europa Press News / Getty) - Pedro Vallín.

El crítico gastronómico Manuel Tamayo Prats descubrió que sin su fallecida sirvienta, apenas sí sabía ponerse los calcetines. Es el arranque de la serie argentina Nada. Todo lo que nos ayuda nos convierte en dependientes, lo sabemos y no pasa nada, pero esa dependencia puede llegar a ser un mecanismo de sumisión y subalternizarnos. La inteligencia artificial (IA) es nuestro flamante sirviente y en el año venidero será el principal asistente de creación cultural y por eso mismo, la principal amenaza para los empleos del sector y también para los derechos de propiedad intelectual. - Pedro Vallín.

Es el síndrome de El sirviente , que toma su nombre de la película de 1963 de Joseph Losey, en la que Dirk Bogarde da vida a un edecán que acaba por controlar todos los aspectos de la vida de su señor, al que ponía rostro un jovencísimo James Fox. Esta imagen, que puede parecer perversa o hiperbólica es la que ha presidido la negociación comunitaria de la ley integral para la inteligencia artificial, pactada en diciembre, en el tramo final de la presidencia española. De hecho, esa maratoniana negociación consistió básicamente en dilucidar hasta dónde prohibir a la inteligencia artificial intervenir, qué ámbitos deberían quedarle vedados para evitar los riesgos sistémicos de delegar en un opaco organismo inteligente y automatizado la dirección de aquellos asuntos de los quehaceres humanos en los que podría ser muy útil pero también, letal.

Cabría pensar que, a estas alturas, las complejas IA que se están desarrollando estarían am­paradas por las conocidas tres ­leyes de la robótica de Isaac Asimov, ­incluidas en un cuento de 1942 – “ Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daños. Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la primera ley. Un robot debe proteger su propia existencia siempre que dicha protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley”– pero no es así. Hasta el punto de que la primera labor de los ponentes comunitarios ha sido vedar los territorios en los que no se permitirá el gobierno de la IA. Y estos han sido, sustancialmente, los sistemas biométricos que, aplicados a la medicina o la seguridad, sirvan para predecir comportamientos y crear escalas de idoneidad humana. De algún modo, se quiere prohibir a la IA hurgar en nuestra vida para predecirnos, pese a que le hemos regalado todo nuestro saber digitalizándolo. Porque predecir, como señalaba José María Lassalle en Ciberleviatán ( Arpa), es el paso anterior a prescribir.

Sin embargo, la normativa europea ha sido pacata respecto a los dos asuntos que atañen a la relación de la IA con la cultura: el respeto a la propiedad intelectual y las limitaciones a la creatividad de las IA generativas, que son de uso común ya para textos, ilustraciones, música, fotografía o animación. La UE exige que se cumpla la normativa existente de derechos de autor y también la transparentación de las fuentes y mecanismos de esas IA creativas. Pero en lo sustantivo, delega en el autocontrol el buen uso de la IA. En el caso español, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, familiarizado con las legislaciones de fuerte carácter prospectivo por su pasado como eurodiputado, ya prepara para el primer semestre crear una Oficina Española de Derechos de Autor y Conexos que deberá ser el organismo vigilante en términos de usos y abusos de la propiedad intelectual. Aunque en el departamento se estudia también el impacto laboral que las flamantes funciones de estas inteligencias puede tener, de momento, todas las administraciones occidentales andan a tientas, observando con cautela a este intimidante nuevo Prometeo.

La mistificación del lenguaje crea monstruos. Desde el romanticismo –un reencantamiento del mundo tras la muerte de los dioses a manos de la modernidad–, los campos semánticos para la producción cultural han sido los de la religión. Artista se convirtió en sinónimo de creador. Es decir, fijamos que el artista era el poseedor del don divino de hacer brotar algo donde no había nada, en lugar de admitir la prosaica verdad: toda producción cultural, por original e inventiva que sea, es siempre fruto del procesamiento de una montaña de obras anteriores. Eso explica el equívoco firmemente instalado por la tradición de la ciencia-ficción de pensar que para un ente artificial sería incluso más fácil reproducir las emociones humanas que crear cultura genuina. Los programadores de IA generativa han demostrado ser bastante menos místicos y han logrado que las inteligencias artificiales copien el verdadero método de la creación artística: el procesamiento de los millardos de obras previas de cualquier campo. Si el requisito del artista es la formación, la IA parte con una ventaja brutal por su capacidad para procesar miles de millones de terabytes de datos, de modo que el siguiente paso, el de la creación, apenas le requiere un mínimo esfuerzo postrero: hemos creado un ser que puede procesar en segundos la historia entera de la literatura y le hemos digitalizado la biblioteca de Alejandría del conocimiento humano para que se refocile en ella como en una piscina de bolas. Así que la lógica más cautelosa sugiere que estamos a poco tiempo de asistir a cómo un robot escribe novelas. Buenas.