ACCIÓN, REACCIÓN

¿Somos responsables de los actos de nuestros antepasados? La pregunta, como tantas otras, proviene de las universidades estadounidenses y se ha generalizado en Occidente. ¿Cómo enfrentarnos al pasado inmoral, cruel o bárbaro de nuestros ancestros? Dado que, como dice la famosísima habanera, tantos bisabuelos y tatarabuelos catalanes fueron a Cuba, ¿somos responsables los catalanes de hoy del expolio latinoamericano? ¿De la plata y el oro que se llevaron los castellanos y portugueses en su conquista, son responsables sus descendientes? ¿Y de la esclavitud que enriqueció a tantos negreros? ¿Debemos limpiar nuestros museos de las ignominias? ¿Debemos devolverlo todo a los descendientes de los expoliados? ¿Debemos censurar todas aquellas obras de arte o literatura que pueden ser considerados testimonios de opresión?

Si la respuesta a todas estas preguntas tiene que ser afirmativa, no podrá dejarse al lado la visión de Walter Benjamin, quien sostenía que todo documento de cultura es, en sí mismo, un documento de barbarie. Al hilo de esta idea, habría que cerrar todos los museos y Occidente debería inmolarse, no sin antes pedir perdón a los descendientes de las víctimas de sus ancestros.

Seguramente es imposible realizar un ejercicio de depuración tan profundo y exhaustivo. La buena intención depuradora podría dar lugar a nuevas formas de arbitrariedad, de tiranía moral y de exclusión. Ya está sucediendo: se llama cancelación. El infierno está lleno de buenas intenciones, como se han encargado de demostrar los puritanos a lo largo de la historia: desde Savonarola y Calvino hasta el gulag soviético. Ahora bien, los impedimentos y las visiones exculpatorias del pasado (que están aumentando como reacción a las preguntas de los descendientes de los ofendidos y humillados) no pueden ser usados para justificar una cínica visión de la historia según la cual el relato del pasado corresponde al vencedor.

La polarización que tiene lugar en EE.UU. entre la visión trumpista y la de los woke arraiga en nuestro país. Es una polarización basada en un mecanismo clásico: acción (woke), reacción (ultra). No hace falta ser un adivino para afirmar que una polarización de este tipo no resolverá pleito alguno del pasado ni traerá nada bueno a los oprimidos. Solo reforzará las perspectivas de guerra civil. En realidad, ya lo hemos vivido durante lo que llevamos de siglo XXI en España. Tanto el debate de la memoria histórica como la tensión territorial catalana (vinculados los dos a relatos de opresión) han servido sólo para suscitar una imparable conflictividad.

Los países occidentales parecen fascinados por las espirales autodestructivas. Está de moda deconstruir, esto es: desmontar las bases culturales e ideológicas del poder político, cultural y sexual. Pero cuando la deconstrucción pasa de las aulas universitarias a la guerra cultural y a la política, no sólo no resuelve nada, sino que causa confusión y tensión guerracivilista.

Cada día se excavan nuevas trincheras: revisión histórica, revolución del género, conflictos territoriales y raciales, choques étnicos. Hemos olvidado que el equilibrio social, el progreso y el respeto a las minorías sólo se alcanzan por el camino del reformismo, en el que cada parte cede. La corriente deconstructiva solo favorece los incendios culturales. Necesitamos regresar al consenso. ¡Eso sí sería revolucionario! Antes de que sea demasiado tarde, conviene recordar que los incendios sólo benefician al fuego. - Antoni Puigverd en la vanguardia.

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