Tengo tres o cuatro amigas en la misma situación: a punto de jubilarse, se tienen que hacer cargo de padres muy mayores, escribe Laura Freixas en la vanguardia. Ellas (todas mujeres: estadísticamente, cuidan mucho más que ellos) cumplen con lo que consideran su deber. Atienden a sus padres, les llevan al médico, gestionan comidas, pañales, audífonos... Pero son muy conscientes de estar renunciando a esos pocos años de tiempo libre y buena salud con los que contaban. Y esa conciencia hace la carga todavía más pesada, pues añade, al sacrificio, el sentimiento de culpa. No pueden evitar, por lo demás, preguntarse qué sentido tiene una vida reducida a su mínima expresión: en la cama o en silla de ruedas, soportando achaques y dolores, sin capacidad, o apenas, de disfrutar, sentir, pensar, comunicarse.

“Yo, antes de ser dependiente, me quitaré de en medio. No quiero ser una carga”, les he oído decir. Yo he pensado lo mismo alguna vez. Pero lo que veo a mi alrededor es que, llegado el momento, y salvo en casos de sufrimiento insoportable, nadie se quiere ir.

Ya. Pero ¿y los demás? Las familias, la sociedad, ¿qué opinan al respecto?

El tema se ha estado debatiendo últimamente en el Reino Unido, a propósito de un proyecto de ley para legalizar la eutanasia (que hoy por hoy, allí, es un delito). El razonamiento de quienes se oponen a ella es el de la “pendiente resbaladiza”. Lo que se legaliza se hace moralmente aceptable, y por más que repitamos que “no se obliga a nadie”, crecerá la presión sobre las personas dependientes. “¡Moríos de una vez!”, les dirá la sociedad, de una u otra manera, “¿no veis que sois un lastre? ¿Con qué derecho acaparáis recursos?...”.

La respuesta a ese argumento por parte de un tal Matthew Parris, columnista de The Times y exdiputado conservador, ha sido muy original. Los adversarios de la eutanasia, dice, tienen toda la razón: la sociedad va a presionar a quienes ya no son útiles para que se avengan a morir. ¿Cuál es el problema? La naturaleza es darwinista, favorece la supervivencia del más fuerte. El estigma que rodea a la eutanasia está destinado a disiparse, y en su lugar, aparecerá un nuevo concepto de egoísmo: se calificará de tal la pretensión de seguir viviendo a toda costa. “No exhorto”, dice Parris: “Preveo”.

¿Querrá el Estado invertir en cuidar a personas ancianas existiendo una alternativa más barata?

La evolución de Canadá parece darle la razón. En ese país, el más permisivo en lo que a eutanasia se refiere, los casos aumentan a pasos agigantados, sobre todo después de que los requisitos de la primera ley, del 2015 (“enfermedad terminal”) fueran sustituidos, en el 2020, por algo mucho más laxo: “enfermedad o discapacidad que no pueda aliviarse en condiciones que el interesado considere aceptables”. En el 2022, las muertes con ayuda fueron 13.102, un 4,1% del total (contra 295, el 0,06%, en España) y 30% más que un año antes.

¿Qué opinamos de esa evolución? “Que cada uno elija libremente” es la respuesta más socorrida, como en otros casos espinosos. Es un argumento cómodo, pero falaz: desconoce todas las formas en que la sociedad participa de las decisiones personales. Elegir morir cuando una está enferma, pobre y sola, ¿es tan libre como elegir estando enferma, sí, pero con la ayuda y la compañía que el dinero permite?... Canadá es uno de los países industrializados que menos gastan en dependencia y cuidados paliativos, señalaba The Spectator en un artículo de título incendiario: “¿Por qué Canadá está ayudando a morir a los pobres?”.

Y si la sociedad está presente en las causas, también le afectan las consecuencias. Un suicidio asistido vale unos 2.200 dólares; con la nueva ley, en Canadá, se ha calculado que el erario público va a ahorrarse 62 millones al año. ¿Querrá el Estado­ seguir invirtiendo en cuidar a personas enfermas, con discapacidad o ancianas, existiendo esa alter­nativa infinitamente más barata?

A mí, de todos modos, me parece que al considerar “inevitable” una creciente presión social para que mueran los “inútiles”, Parris tira la piedra y esconde la mano. El darwinismo que él invoca es propio de los animales. Los humanos lo somos, pero somos algo más, y tenemos otras leyes, no solo la de la selva: creemos en la libertad, y también en la dignidad, la compasión, la justicia.

Por cierto, ¡Moríos! es una obra de teatro de Joan Arqué y Anna Maria Ricart, estrenada en el Teatre Nacional de Catalunya en noviembre del 2022.

En cuanto a mis amigas… no sé qué decirles