¿LA QUIEBRA DE LA CIENCIA?

James Blish, escritor americano, dice en honor de Einstein que éste «se ha tragado vivo a Newton». ¡Admirable fórmula! Si nuestro pensamiento se eleva hacia una más alta visión de la vida, tiene que haber absorbido vivas las verdades del plano inferior. He adquirido esta certeza en el curso de mis investigaciones. Puede parecer vulgar, pero, cuando uno ha vivido de ideas que pretendían ocupar las cimas, como la sabiduría guenoniana y el sistema Gurdjieff, y que ignoraban o despreciaban la mayoría de las realidades sociales y científicas, esta nueva manera de juzgar cambia la dirección y los apetitos del espíritu. «Las cosas bajas -decía ya Platón- deben volver a encontrarse en las cosas altas, aunque en otro estado.» Ahora tengo el convencimiento de que toda filosofía superior en la que no sigan viviendo las realidades del plano que intenta superar es una impostura.

Por esta razón he realizado un viaje bastante largo por tierra de la física, de la antropología, de las matemáticas y de la biología, antes de intentar una vez más hacerme una idea del hombre, de su naturaleza, de sus facultades, de su destino, escribe Louis Pawels. No hace mucho, buscaba conocer y comprender el todo del hombre, y despreciaba la ciencia. Sospechaba que el espíritu era capaz de alcanzar cumbres sublimes. Pero, ¿qué sabía de su marcha en el campo científico? ¿No había revelado en él alguna de estas facultades en las que me sentía inclinado a creer? Me decía: hay que ir más allá de la contradicción aparente entre materialismo y espiritualismo. Pero, el camino científico, ¿acaso no conducía a ella? Y, en este caso, ¿no era mi deber informarme de ello? ¿No era, a fin de cuentas, una actitud más razonable, en un occidental del siglo XX, que tomar un bordón de peregrino y marchar descalzo a la India? ¿Acaso no me rodeaba una multitud de hombres y de libros que podían ilustrarme? ¿No debía, ante todo, calar hondo en mi propio terreno?

Si la reflexión científica, en su grado extremo, desemboca en una revisión de las ideas admitidas sobre el hombre, era preciso que yo lo supiera. Y en seguida se presentaba otra necesidad. Toda idea que pudiese forjarme después sobre el destino de la inteligencia, sobre el sentido de la aventura humana, sería sólo valedera en cuanto no marchara en sentido contrario del conocimiento moderno.

La Historia no ha conservado su nombre, y es una lástima. Era director del Patent Office americano, y fue él quien tocó a zafarrancho. En 1875 envió su dimisión al Secretario de Estado para el Comercio. ¿Por qué seguir?, decía en sustancia; ya no queda nada que inventar. Doce años después, en 1887, el gran químico Marcellin Berthelot escribía: «De ahora en adelante, el Universo tiene ya misterios.» Para obtener una imagen coherente del mundo, la ciencia había despejado la plaza. La perfección por la omisión. La materia estaba constituida por cierto número de elementos imposibles de transformar unos en otros. Pero, mientras Berthelot rechazaba en su sabia obra los sueños alquimistas, los elementos, que nada sabían de ello, seguían transmutándose bajo el efecto de la radiactividad natural. En 1852, Reichenbach había expuesto el fenómeno, que había sido inmediatamente rechazado. Trabajos realizados en 1870 evocan «un cuarto estado de la materia» comprobado con ocasión de la descarga de los gases. Pero había que reprimir todo misterio. Represión: ésta es la palabra. La idea del siglo XIX puede someterse a psicoanálisis.

Un alemán llamado Zeppelin, de vuelta a su tierra después de haber combatido en las filas sudistas, trató de interesar a los industriales en la dirección de globos. ¡Desgraciado! ¿No sabe que hay tres temas sobre los cuales la Academia de Ciencias francesa no admite discusión? Son la cuadratura del círculo, el túnel bajo la Mancha y los globos dirigidos.» Otro alemán, Hernian Gaswindt proponía la construcción de máquinas volantes más pesadas que el aire, propulsadas por cohetes. El ministro de la Guerra alemán, después de haber consultado a los técnicos, escribió sobre el quinto manuscrito: « ¿Cuándo reventará de una vez ese pájaro de mal agüero?»

Los rusos, por su parte, se habían sacudido otro pájaro de mal agüero, Kibaltchich, que era también partidario de las máquinas voladoras con cohetes. Pelotón de ejecución. Cierto que Kibaltchich había empleado sus conocimientos técnicos para fabricar una bomba que acababa de matar al emperador Alejandro II. En cambio, no había motivo para enviar al cadalso al profesor Sangley, del Smithsonian Institute americano, que proponía unas máquinas voladoras accionadas por motores de explosión, recientemente inventados. Se le degradó, se le arruinó y se le expulsó del Smithsonian. El profesor Simón Newcomb demostró matemáticamente la imposibilidad de volar con algo más pesado que el aire. Unos meses antes de la muerte de Langley, que se murió de pena, un chiquillo inglés volvió llorando un día a la escuela. Había mostrado a sus compañeros una fotografía de una maqueta, que Langley acababa de enviar a su padre. Éste había proclamado que los hombres acabarían por volar. Los compañeros se burlaron de él. Y el maestro le dijo: «Amigo mío, ¿acaso su padre es un tonto?» El supuesto tonto se llamaba Herbert George Wells.

Todas las puertas se cerraban, pues, con ruido seco. No había, en efecto, más remedio que dimitir, y M.Brunetière pudo hablar tranquilamente, en 1895, de «La quiebra de la ciencia». El célebre profesor Lippmann, en la misma época, declaraba a uno de sus alumnos que la física estaba acabada, clasificada, archivada y completa, y que haría mejor en emprender nuevos caminos. El alumno se llamaba Helbronner y había de convertirse en el primer profesor de fisicoquímica de Europa y nacer notables descubrimientos sobre el aire líquido, los ultravioleta y los metales coloidales. Moissan, el químico genial, se veía obligado a la «autocrítica» y a declarar públicamente que jamás había fabricado diamantes y que se trataba de un error experimental. Inútil buscar más lejos: las maravillas del siglo eran la máquina de vapor y la lámpara de gas; jamás la Humanidad haría mayores inventos. ¿La electricidad? Simple curiosidad técnica. Un inglés loco, Maxwell, había pretendido que por medio de la electricidad se podían producir rayos luminosos invisibles: una broma. Algunos años más tarde, Ambrose Bierce podría escribir en su Dictionnaire du Diable: «No se sabe lo que es la electricidad, pero, en todo caso, alumbra mejor que un caballo de vapor y va más aprisa que un mechero de gas.» En cuanto a la energía, era una entidad totalmente independiente de la materia y que no tenía misterio alguno. Estaba compuesta de fluidos. Los fluidos lo llenaban todo, se dejaban describir por ecuaciones de gran belleza formal y daban satisfacción al pensamiento: fluido eléctrico, luminoso, calorífico, etc. Una progresión continua y clara: la materia en sus tres estados (sólido, líquido y gaseoso) y los diversos fluidos energéticos, más sutiles aún que los gases. Bastaba con rechazar como sueño filosófico las nacientes teorías del átomo para conservar una imagen «científica» del mundo. Se estaba muy lejos de los granos de energía de Plank y Einstein.

El alemán Clausius demostraba que no era concebible otra fuente de energía que el fuego. Y la energía, si se conserva en cantidad, se degrada en calidad. El Universo fue un día montado como un reloj. Se parará cuando se afloje el muelle. Nada que esperar, nada de sorpresas. En este Universo de previsible destino, la vida habría aparecido por casualidad y habría evolucionado por el simple juego de las selecciones naturales. Y en la cima definitiva de esta evolución: el hombre. Un conjunto mecánico y químico, dotado de una ilusión: la conciencia. Bajo los efectos de esta ilusión, el hombre había inventado el espacio y el tiempo: visiones de la mente. Si alguien hubiese dicho a un investigador oficial del siglo XIX que la física absorbería un día el espacio y el tiempo y estudiaría experimentalmente la curvatura del espacio y la contracción del tiempo, aquél habría llamado a la Policía. El espacio y el tiempo no tienen existencia real. Son conceptos de matemáticos y temas de gratuita reflexión para filósofos. El hombre no sabría qué hacer de estas grandezas. A despecho de los trabajos de Charcot, de Breuer y de Hyslop, la idea de perfección extrasensorial o extratemporal debe ser rechazada con desprecio. Sabio hijo mío, ¡procura tener siempre limpia la nariz!

Era inútil intentar la exploración del mundo interior, pero, sin embargo, había un hecho que introducía bastones en las ruedas de la simplificación: se hablaba mucho de la hipnosis. El ingenuo Flammarion, el dudoso Edgar Poe, el sospechoso H. G. Wells, se interesaban en el fenómeno. Ahora bien, por fantástico que pueda parecemos, el siglo XIX oficial demostró que la hipnosis no existía. El paciente tiene tendencia a mentir, a simular para complacer al hipnotizador. Esto es exacto. Pero, desde Freud y Morrón Price, se sabe que la personalidad puede dividirse. Partiendo de críticas exactas, aquel siglo logró crear una mitología negativa, eliminar todo rastro de lo desconocido en el hombre, reprimir toda sospecha de misterio.

También la biología estaba terminada. M. Claude Bernard estrujó todas sus posibilidades y se había llegado a la conclusión de que el cerebro segrega el pensamiento como el hígado, la bilis. Sin duda, se llegaría a descubrir aquella secreción y a escribir su fórmula química de acuerdo con la bonita distribución en hexágonos inmortalizada por M. Berthelot. Cuando se supiera cómo se asociaban los hexágonos de carbono para crear el espíritu, se habría escrito la última página. ¡Que nos dejen trabajar en serio! ¡Los locos, al manicomio! Una hermosa mañana de 1898, un grave caballero ordenó al ama de llaves que no dejara leer Julio Verne a sus hijos. El grave caballero se llamaba Edouard Branly. Acababa de renunciar a sus fútiles experimentos sobre las ondas para convertirse en médico de barrio.

El sabio debe abdicar. Pero debe también reducir a la nada a los «aventureros»; es decir, a la gente que reflexiona, que imagina, que sueña. Berthelot ataca a los filósofos «que se baten contra su propio fantasma en la arena solitaria de la lógica abstracta» (he aquí una buena descripción de Einstein, por ejemplo). Y Claude Bernard declara:

«Un hombre que descubre el hecho más sencillo sirve más a la Humanidad que el más grande filósofo del mundo.» La ciencia debería ser sólo experimental. Fuera de ella, no hay salvación. Cerremos las puertas. Nadie igualará jamás a los gigantes que han inventado la máquina de vapor.

En este Universo organizado, inteligible y, por lo demás, condenado, el hombre debería mantenerse en su justo lugar de epifenómeno. Nada de utopías ni de esperanza. El combustible fósil se agotará en unos cuantos siglos, y vendrá el fin por frío y por hambre. Jamás el hombre volará, jamás viajará por el espacio. ¡Extraña prohibición la de la visita a los abismos marinos! Nada impedía al siglo XIX, dado el estado de su técnica, construir el batiscafo del profesor Piccard. Nada se lo impedía, salvo la preocupación del hombre de «mantenerse en su lugar». 

Turpin, que inventa la melinita no tarda en verse recluido. Se desanima a los inventores de los motores de explosión y se intenta demostrar que las máquinas eléctricas no son más que formas del movimiento continuo. Es la época de los grandes inventores aislados, rebeldes, acosados. Hertz escribe a la Cámara de Comercio de Dresde que hay que desanimar a los que investigan sobre la transmisión de las ondas hertzianas: no es posible ninguna aplicación práctica. Los expertos de Napoleón III prueban que la dínamo Gramme no dará vueltas jamás.

Los doctos académicos no se molestan a causa de los primeros automóviles, de los submarinos, de los dirigibles, de la luz eléctrica (¡un truco de ese dichoso Edison!) Pero existe una página inmortal. Es el acto de la recepción del fonógrafo en la Academia de Ciencias de París: «En cuanto la máquina empieza a emitir algunas palabras, el señor Secretario Perpetuo se lanza sobre el impostor y le aprieta la garganta con puño de hierro. ¡Véanlo ustedes!, les dice a sus colegas. No obstante, para general asombro, la máquina sigue emitiendo sonidos.» Mientras tanto, algunos espíritus gigantes, fuertemente contrariados, se arman en secreto, preparando la más formidable revolución de ideas que el hombre «histórico» haya conocido. Pero, por lo pronto, todos los caminos están cerrados.

Cerrados hacia delante y hacia atrás. Se rechazan los fósiles prehumanos que empiezan a descubrirse en cantidad. ¿Acaso no ha demostrado el gran Heinrich Helmholtz que el sol saca su energía de su propia contracción, es decir, de la única fuerza que, junto con la combustión, existe en el Universo? ¿Y no muestran sus cálculos que, cuanto más, unos centenares de miles de años nos separan del nacimiento del sol? ¿Cómo habría podido producirse una larga evolución? Y, además, ¿quién encontrará jamás la manera de poner fecha al pasado del mundo? En este breve lapso entre dos nadas, nosotros, los epifenómenos, permanecemos graves. ¡Hechos! ¡Sólo queremos hechos!

Al no alentarse las investigaciones sobre la materia y la energía, los más curiosos se meten en un callejón sin salida: el éter. Es el medio que penetra toda materia y sirve de soporte a las ondas luminosas y electromagnéticas. Es a la vez infinitamente sólido e infinitamente tenue. Lord Reyleigh, que representa, a fines del siglo XIX, la ciencia oficial inglesa en todo su esplendor, construye la teoría del éter giroscópico. Un éter compuesto de múltiples peonzas girando en todos sentidos y reaccionando entre ellas. Aldous Huxley escribirá más tarde que «si una obra humana puede dar idea de la fealdad de lo absoluto, lo ha logrado la teoría de Lord Rayleigh».

Las inteligencias disponibles en los albores del siglo XX se hallan enfrascadas en las especulaciones sobre el éter. En 1898, se produce la catástrofe: el experimento de Michelson y Henri Poincaré, matemático genial, sentía gravitar sobre sí el enorme peso de ese siglo XIX que había sido carcelero y verdugo de lo fantástico. Él habría descubierto la relatividad si se hubiese atrevido. Pero no se atrevió. La valeur de la Science, La Science et l'Hypothése, son obras desesperadas y de dimisión. Para él, la hipótesis científica no es nunca verdadera; sólo puede ser útil. Y es como una fonda española: sólo se encuentra en ella lo que uno lleva. Según Poincaré, si el Universo se contrajese un millón de veces, y nosotros con él, nadie advertiría nada. Especulaciones inútiles por ajenas a toda realidad sensible. Su argumento fue citado hasta principios de nuestro siglo como modelo de profundidad. Hasta el día en que un experto ingeniero hizo observar que, por lo menos, se daría cuenta el tocinero, pues todos sus jamones se vendrían al suelo. El peso de un jamón es proporcional a su volumen, pero la fuerza de un hilo no es proporcional a su sección. ¡Que se contraiga el Universo un millón de veces, y todos los jamones irán por los suelos! ¡Pobre, viejo y querido Poincaré! Este maestro del pensamiento había escrito «Basta el sentido común para decirnos que la destrucción de una ciudad por la desintegración de medio kilo de metal es una imposibilidad evidente.»

Carácter limitado de la estructura física del Universo, inexistencia de los átomos, débiles recursos de la energía fundamental, incapacidad de una fórmula matemática que dé más de lo que contiene, vacuidad de la intuición, estrechez y mecanicidad absoluta del mundo interior del hombre: tal es el espíritu de las ciencias, y este espíritu se extiende a todo, crea el clima que empapa a toda la inteligencia de este siglo. ¿Un siglo pequeño? No. Alto, pero estrecho. Como un enano al que se hubiese estirado.

Bruscamente, las puertas cuidadosamente cerradas por el siglo XIX sobre las infinitas posibilidades del hombre, de la materia, de la energía del espacio y del tiempo, saltarán en pedazos. Las ciencias y la técnica darán un salto formidable, y se pondrá de nuevo a discusión la naturaleza misma del conocimiento.

El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier (1960)

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