- BLOG DE FRANCESC PUIGCARBÓ

2666, EL MISTERIO DEL TÍTULO

Para decirlo sin ambages: 2666 no es mejor que Los detectives salvajes. Sin embargo, y pese a que el autor no logró pulirla del todo, 2666 es una novela enorme, y no solo por sus 1120 páginas, sino sobre todo por los riesgos que afronta, más allá de los resultados obtenidos en el proceso, truncado a raíz de la muerte de Bolaño. No hay prácticamente nada en el texto de la novela que explique el porqué de la elección de ese año futuro, 2666, como su título. En su “Nota a la primera edición”, el crítico Ignacio Echevarría indica que dicha fecha ya se mencionaba en la novela Amuleto (1999). La narradora, Auxilio Lacouture, nos cuenta de una caminata por el DF con Arturo Belano y Ernesto San Epifanio:

«…y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprisa que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975 [fecha en la que se dicta el relato de Auxilio Lacouture], sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo» (pp. 76-77).

Echevarría afirma que 2666 sería una fecha que “actúa como punto de fuga en el que se ordenan las diferentes partes de la novela. Sin este punto de fuga, la perspectiva del conjunto quedaría coja, irresuelta, suspendida en la nada”. Y eso está bien pero, ¿una perspectiva que fluye hacia qué? ¿Apocalipsis, conflagración, o redención, liberación? ¿Hacia un infierno o un paraíso? Echevarría —y la contratapa del libro— se quedan con la imagen del «cementerio» futuro.

Creo que hay una respuesta diferente disimulada en Los detectives salvajes. En la segunda parte de esa novela (en el Capítulo 21), Amadeo Salvatierra rememora una conversación con Cesárea Tinajero, la poeta que Arturo Belano y Ulises Lima quieren encontrar:

«…y después nos pusimos a hablar de política, que era un tema que a Cesárea le gustaba aunque cada vez menos, como si la política y ella hubieran enloquecido juntas, tenía ideas raras al respecto, decía, por ejemplo, que la Revolución Mexicana iba a llegar en el siglo XXII, un disparate incapaz de proporcionarle consuelo a nadie, ¿verdad?»

El siglo XXII todavía está lejos del año 2666… pero sucede que luego, en la tercera parte de Los detectives salvajes, el diario de García Madero registra —en su entrada del 29 de enero de 1976— el relato de una maestra que evoca una conversación posterior con Cesárea Tinajero, en la cual se entrevé que el tema de la revolución seguía en su cabeza, aunque la fecha ya era otra…

«Y entonces la maestra […] tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2600. Dos mil seiscientos y pico. Y luego, ante la risa que provocó en la maestra una fecha tan peregrina, risita sofocada que apenas se escuchaba, Cesárea volvió a reírse, aunque esta vez el estruendo de su risa se mantuvo en los límites de su propia habitación.»

Ahora bien: en la cuarta parte de 2666 aparece un personaje llamado Lalo Cura (homónimo del protagonista de un cuento de Putas asesinas; no se trata del mismo personaje). De la madre de Lalo Cura se nos cuenta que, en 1976, se encontró con dos jóvenes “estudiantes del DF” que parecen estar huyendo de algo.  Por el desierto de Sonora. En un auto, que podría ser un Camaro. Dos jóvenes del DF. ¿“Estudiantes”? Lo dudo. Huelen a detectives salvajes…

Si asumimos que esos jóvenes son Belano y Lima, de regreso de su aventura por Sonora, se fortalece la posibilidad de que eso que Cesárea advierte que puede ocurrir por el año “dos mil seiscientos y pico” es —en el horizonte imaginario de Bolaño— una nueva revolución, ya que de eso conversaban incesantemente esos dos jóvenes en el desierto: según la madre de Lalo, ellos no paraban de hablar “una revolución invisible que ya se estaba gestando pero que tardaría en salir a las calles al menos cincuenta años más. O quinientos. O cinco mil”.

“Hasta los jóvenes, que en teoría son la esperanza del cambio, se están convirtiendo en unos motos y en unos puteros. Esto no tiene arreglo, esto sólo se arregla con la revolución”, decía Joaquín Font en Los detectives salvajes. En mi opinión, 2666 sería una fecha tan arbitraria como posible para una revolución imaginada por Bolaño como contrapeso para las iniquidades del presente, narradas con tanta abundancia en su novela póstuma. Martín Cristal en el pez volador.


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