Es posible que nuestra civilización sea el resultado de un prolongado esfuerzo para obtener de la máquina poderes que el hombre antiguo poseía: comunicarse a distancia, elevarse en el aire, liberar la energía de la materia, anular el peso, etc. También es posible que, al llegar al extremo de nuestros descubrimientos, advirtamos que aquellos poderes pueden manejarse con un equipo tan reducido que la palabra «máquina» cambiará de sentido. Habremos ido, en este caso, del espíritu a la máquina y de la máquina al espíritu, y algunas civilizaciones remotas nos lo parecerán mucho menos. En su discurso de recepción en la Universidad de Oxford, en 1946, Jean Cocteau refirió esta anécdota:

 «Mi amigo Pobers, catedrático de parapsicología de Utrecht, fue enviado a las Antillas Con la misión de estudiar el papel de la telepatía, muy frecuente entre los hombres sencillos. Cuando una mujer quiere comunicar con el marido o el hijo, que han ido a la ciudad, se dirige a un árbol, y el marido o el hijo le traen lo que les ha pedido. Un día asistió Pobers a este fenómeno y le preguntó a la campesina por qué se servía de un árbol; su respuesta fue sorprendente y capaz de resolver todo el problema moderno de nuestros instintos atrofiados por las máquinas, a las cuales se confía el hombre. He aquí, pues, la pregunta: ¿Por qué se dirige usted a un árbol? Y he aquí la respuesta: Porque soy pobre. Si fuese rica, tendría teléfono.» 

Si os apetece podéis leer una historia que encuentro deliciosa. Es de Arthur C. Clarke, los nueve mil millones de nombres de Dios.