A los padres y a los abuelos, estos últimos elementos imprescindibles en las familias o tribus durante la recogida y entrega de las criaturas, el recuerdo de aquella antigua escuela impone. Sabemos que el pasado es gratuito pero a la vez desconcertante. Es esa magnífica época donde a algunos nos entusiasma instalarnos: el de la inopia infantil. Pero en aquellos años había un pensamiento positivo: en la escuela mandaban los maestros (El señor maestro y la señorita, para ser exactos), y en casa, los padres. Los maestros enseñaban y los padres educaban. Con el paso del tiempo, sea por la sobreprotección infantil o por diversos fenómenos como la llegada de la inmigración o de las pantallas, aquella evidencia ha ido mutando. Los maestros han debido adaptarse, en muchas ocasiones en una lamentable soledad, a esta época de rapidez e impaciencia donde los dedos dominan el teclado y, en cambio, sucumben ante la caligrafía. El maestro ha perdido la razón, ahora manda el niño con sus padres como portavoces.
La tecnología, imprescindible en sus vidas, no debe de ninguna manera romper el ritual de toda la vida en los recreos: desde darle al balón a cambiar cromos o conocerse unos a otros. Es decir, socializar. Se deberían prohibir, sin ningún debate lento y absurdo, las pantallas en los descansos escolares, y no dejarlo a la decisión de las direcciones de los centros.
Hemos pasado de una disciplina férrea, casi militar, en el siglo XX, a otra en el XXI con un buenismo empalagoso, y de la misma manera debemos los adultos adaptarnos al sistema tecnológico de funcionamiento infantil como ellos a nuestra manera de educarlos. Y la primera lección es convencerles de que la escuela pasa muy lenta pero que la vida, muy rápido.
Laia González Martí tiene 12 años y un cabreo importante. Mañana, como tantos otros chicos y chicas, empezará la Secundaria, en su caso en el IES Sòl de Riu de su pueblo, Alcanar, y en su mochila llevará muchas cosas pero no un smartphone, porque no tiene. Sabe de otro chico del pueblo que está igual que ella, pero el resto de sus 'setentaypico' contemporáneos (el centro tiene tres líneas por curso en la ESO) sí lo manejan, algunos desde que tenían nueve años.
“El instituto será aún más duro que el colegio, porque todos tendrán móvil menos yo. A veces quedan y no me entero. Por Carnaval, todas hicieron un grupo y yo no estaba porque no querían meter a padres. Ellas tienen Instagram y Tik Tok y yo les digo a mis padres que me conformo con Whatsapp, pero no quieren”, dice Laia.
Lo que es un contrasentido, ya que las comunicaciones de la mayoría de las escuelas se hacen a través de Whatsapp.
El resumen sería que el del teléfono móvil es de los últimos problemas que tiene la escuela, que tiene otros mucho más importantes. Ya se verá, pero el experimento de un colegio privado de Londres, el David Game College, que ha puesto en marcha un programa piloto para grupos de 20 alumnos en el que todas las asignaturas principales se imparten mediante un sistema de aprendizaje adaptativo basado en IA. Porque en el fondo, el problema es que mientras que los niños son nativos digitales, padres y profesores son nativos analógicos. Por eso me sorprende que el motivo de prohibir el móvil sea para que los niños socialicen, si ya lo hacen, aunque de otra manera, y eso es un modus operandi que se repite en cada generación.
Foto:Mané Espinosa/Propias/en lavanguardia.com
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