Doce meses después del terremoto en el Atlas La Vanguardia vuelve a la zona cero del seísmo de Marruecos, aún destruida y donde las víctimas denuncian el olvido del estado. Lassri Hassan, vecino de Imi N'tala, carga ladrillos un año después del terremoto de Marruecos - Xavier Aldekoa. 

Hassan apremia a su burro para que descienda por una montaña de ruinas. Es mediodía en Imi N’tala, una pequeña aldea del Atlas marroquí, y el animal avanza lentamente entre cascotes, hierros retorcidos y jirones de ropa vieja enganchados en las piedras. El burro lleva a los costados unas alforjas negras repletas de una docena de ladrillos grises que son el símbolo de dos tragedias a la vez: la destrucción y el olvido. 

“He ido a recuperar los ladrillos enteros que quedaban en mi antigua casa –explica Hassan–; quedó derruida por completo el día del terremoto y he pensado en aprovecharlos para construir con ellos una cocina en la tienda donde vivimos desde entonces”. 

Hace un año, en la madrugada del 8 de septiembre, un seísmo de magnitud 6’8, el más grave en 120 años en Marruecos, sacudió las montañas del Atlas y dejó casi 3.000 muertos, más de 6.100 heridos y destruyó 59.700 casas y 600 escuelas, especialmente en zonas remotas y humildes, habitadas por amazigs o bereberes. A aquel dolor inesperado se sumó otro.

Doce meses después del temblor, cuyo epicentro se situó a 70 kilómetros al sur de Marrakech, la mayoría de los supervivientes malviven en tiendas de campaña y apenas se han completado trabajos de reconstrucción.

Una anciana se acerca agitando su carnet de identidad. “Escribe que no he recibido nada. ¡Escríbelo!”. Según cifras del gobierno marroquí, 64.000 familias han recibido la ayuda mensual de 2500 dirhams (230 euros) y 80.000 han recibido la primera fase de la subvención para reconstruir sus casas, aunque admite que solo mil familias han recibido el importe completo de 14.000 euros. La realidad en Imi N’tala, uno de los lugares mas afectados después de que toneladas de roca sepultaran el pueblo cuando la montaña se partió, son cientos de tiendas de plástico y cañas donde no hay ni rastro de recuperación. Más allá de un pequeño camino para que pasen los coches, el resto de la aldea está igual que en las horas posteriores al desastre.

Para Hassan, las condiciones de vida son insoportables. “Durante el día en las tiendas hace mucho calor, con temperaturas de más de 40 grados, pero por la noche bajan mucho porque estamos en las montañas. Los niños tienen frío. Pero lo peor es no saber cuándo podremos construir nuestras casas”, explica.

“Las autoridades nos han olvidado, nos han dejado solos porque somos pobres y amazigs”, dice Idar

A la falta de arquitectos y material de construcción, se une una desorganización, en algunos casos teñida de corrupción, que ha dejado a miles de personas desamparadas. En Anerni, los 125 habitantes que quieren reconstruir la aldea (un tercio de la población murió y el resto migró a otras localidades) se han instalado al otro lado del valle, justo enfrente del pueblo fantasma, totalmente destruido por el temblor. 

En cuanto ve llegar a este periodista, la anciana Aicha Ait Addi se acerca agitando en el aire su documento de identidad. Llora y lamenta que a ella no le ha llegado ni un céntimo. Cuando le explico que soy periodista, insiste. “Escribe que no he recibido nada y no puedo más, por favor. ¡Escríbelo!”. Enseguida se forma un corro de hombres y mujeres que también escupen de rabia. 

De las 23 personas presentes, solo dos han recibido los 2.500 dirhams mensuales del estado y una de ellas, Khadija Melghagh, denuncia que su marido era el receptor de la ayuda familiar pero murió hace ocho meses y en su hogar no han vuelto a recibir nada. “Mis hijos y yo sobrevivimos por la solidaridad de los vecinos. He reclamado varias veces pero no funciona. No hay organización con la ayuda y hemos oído cosas raras. Algunas personas que no viven en la aldea han recibido dinero destinado aquí, a gente a quien no se le cayó la casa le han dado dinero para reconstruirla y algunos que vieron como su hogar se reducía a piedras no han recibido nada”, denuncia.

Uno de los hombres presentes, Idar Atilkadir, se erige en portavoz del grupo pero antes invita a entrar en su tienda, donde vive con su mujer y seis hijos. Ofrece al visitante todo lo que tiene: una torta de pan dura con aceite de oliva, almendras y dos manzanas. La estancia está dividida en una zona para la cocina con una suerte de apéndice donde están amontonadas las cosas que recuperaron tras el seísmo. Al otro lado, detrás de las cortinas, están las camas, separadas con telas, donde duerme la familia. Para Atilkadir, hace demasiado que esperan la ayuda prometida para pensar que solo es ineficacia gubernamental. “Las autoridades nos han olvidado, nos han dejado solos. El día del terremoto y unos días después vino mucha gente, pero se fueron y nos quedamos solos. Nos han olvidado porque somos pobres y amazigs”.

El gobierno marroquí dice haber ayudado a 64.000 familias, pero en las aldeas los vecinos viven aún en tiendas

Pese a las cifras optimistas oficiales que desliza el gobierno marroquí, hay otras que apoyan el descontento que viven las aldeas más apartadas, que fueron las más afectadas por el terremoto. Según unas encuestas realizadas por el Instituto marroquí de Análisis Político, solo el 11% de las personas directamente afectadas por el seísmo habían recibido apoyo gubernamental. Un 33% aseguraba que había resistido gracias a la solidaridad de organizaciones humanitarias o de iniciativas privadas.

La ayuda oficial que llega, además, lo hace donde es más fácil. En los pueblos junto a la carretera, aunque no resultaran tan afectados por el seísmo, se nota que el dinero ha fluido más. En Douart Talat, donde sí llega un camino en buen estado, hay decenas de casas de ladrillos de cemento a medio construir. Abdlhak Melhoussimi, de 29 años, afirma haber recibido los 230 euros mensuales y un tercio de los 14.000 euros prometidos para la reconstrucción de su casa. Él calcula que al final deberá sumar tres o cuatro mil euros más, que no sabe muy bien cómo va a conseguir, pero está satisfecho. Ha alineado el suelo de un pequeño terreno y ha levantado los primeros cimientos de su nueva casa. 

Para él, ese hogar es su única esperanza. “El terremoto mató a toda mi familia. Estoy completamente solo y enfermo psicológicamente. Construir esta casa me da fuerzas para seguir adelante”, dice. Solo teme una cosa: que el dinero deje de llegar. “Yo necesito toda la ayuda, sin ella no podré acabar esta casa y entonces no me quedará nada”.