Hasta el martes por la mañana, me debatía si dedicar esta columna al 0-4 en el Bernabéu del dream teen o al ridículo mundial de la pataleta del Madrid por no ir a París tras saberse que Vinícius no iba a ganar el Balón de Oro. Ya no queda nada. El martes, una tromba de agua descomunal ahogó las tierras de Valencia y el balón dejó de existir. Debería ser así mientras siga habiendo cadáveres sepultados por el fango o atrapados en parkings convertidos en fosas comunes inundadas: absolutamente todos los partidos de este fin de semana deberían haberse suspendido por respeto a las víctimas de una de las mayores desgracias de la historia moderna del país. No es un desastre pasado, es una tragedia viva aún. Es también un dolor familiar. Hace poco más de un año, viajé con la mochila improvisada para cubrir el peor terremoto de la historia de Marruecos. Tras el crujido de la tierra, casi 3.000 personas murieron en un parpadeo en las montañas del Atlas. Allí, entre el hedor de los muertos en descomposición e imágenes de destrucción apocalípticas, rodeado de cadáveres y muertos en vida que lo habían perdido todo, tuve una sensación rota, que me ha regresado a la memoria viendo las imágenes de Valencia. Más allá de las ruinas y la desesperación por el desastre, transpiraba la desesperanza por el olvido. En las montañas marroquíes visité aldeas a las que no había llegado ninguna ayuda tres o cuatro días después del seísmo. Los vecinos de aquellas casas caídas, a menudo campesinos humildes, suplicaban un apoyo que no llegaba nunca.
Aquellas miradas vacías y aquella ira desencadenada por la lentitud en la ayuda de las instituciones rima con las que vemos estos días en nuestros vecinos del sur. Por suerte, hay otras rimas. Ante la calamidad –ayer en Marruecos; hoy en Valencia–, ha respondido una solidaridad ciudadana emocionante. La bondad humana no excusa la incompetencia institucional, que ya habrá tiempo de cobrar facturas y guillotinar a los responsables, pero reconforta en los momentos grises.
Aún hay margen para estar a la altura. A finales de agosto, regresé a Marruecos para ver cómo estaban las zonas más afectadas por el terremoto un año después del cataclismo. Apenas se había hecho nada. Cuando la nube de periodistas se marchó, los vecinos que habían perdido sus casas fueron instalados en tiendas de campaña que debían ser provisionales y habían dejado de serlo. Abdullah, un chico veinteañero que conocí en Imi N’tala, me dio la clave de aquel olvido. “Cuando ocurrió el terremoto, olvidarnos tenía un coste para los de arriba: la vergüenza por su ineptitud. Ahora el olvido ya solo tiene un coste para nosotros, por eso todos se han ido”. Hoy esta columna no es de deporte, es solo un grito: cuando el barro se vaya, no dejemos solos a los Valencianos. Xavier Aldekoa en la vanguardia.
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