Aquí es donde entra en juego la ideología. Garantiza que la ley y su carácter dominante se renueven constantemente. Es a través de la ideología como se elimina al hombre. Lo sorprendente del totalitarismo es su voluntad de crear un hombre nuevo, es decir, de eliminar al individuo en beneficio de la especie. Es en este vínculo entre el derecho y la destrucción de la humanidad donde reside la singularidad del análisis de Arendt sobre la ideología en comparación con el desarrollado en la misma época por Voegelin o Aron. Si Arendt rechaza el sintagma de «religiones seculares» para designar el dominio sobre las mentes que ejercen los totalitarismos, es porque, según ella, su objetivo es la destrucción de los cuerpos y no la conquista de las mentes. La teología trata al hombre como espíritu, mientras que el totalitarismo lo reduce a la condición de cuerpo. Leer el totalitarismo en términos de conceptos como secularización o religión sería reducirlos a su funcionalidad e ignorar su contenido. Además, esta identificación implica las nociones de autoridad y libertad que iban a constituir el núcleo del pensamiento de Arendt a partir de los años sesenta.
Está claro que el planteamiento de Arendt no pretendía en modo alguno convertir el totalitarismo en el concepto sintético y englobante que los historiadores han llegado a considerar con razón. Más bien se refiere a una actitud de pensamiento que indica, en el acto de «comprender», tanto un conocimiento basado en lo singular como una presencia en el mundo inscrita en la idea de compartirlo. Por tanto, debemos leer Los orígenes como un deseo de refundar una filosofía política en la que el totalitarismo sea a la vez la fuente del mandato y el instrumento.
Hannah Arendt ya se había abierto a ello en una carta a Mary Underwood del 14 de septiembre de 1946, que expone el proyecto de Los orígenes: «Detrás del antisemitismo, la cuestión judía; detrás del declive del Estado-nación, el problema no resuelto de la nueva organización de los pueblos; detrás del racismo, el problema no resuelto de un nuevo concepto de humanidad; detrás de la expansión por la expansión, el problema no resuelto de la organización de un mundo que se reduce constantemente y que nos vemos obligados a compartir con pueblos cuyas historias y tradiciones no pertenecen al mundo occidental». Ahora debemos reflexionar sobre la idea de naturaleza humana.
El totalitarismo es ante todo una experiencia, caracterizada por el despliegue de un mal que parece escapar a toda inteligibilidad, a pesar de la utilización de métodos científicos como el exterminio. La mayoría de las veces es bajo el disfraz de la racionalidad, llevada al extremo, cuando se produce el desplazamiento hacia lo irracional. Lo impensable toma entonces la forma de la transgresión de los límites de la razón hipertrofiada, que la experiencia totalitaria radicaliza hasta desembocar en un sistema generador de caos. En este sentido, lo impensable marca la desaparición de la capacidad de pensar. Algunos, como Adorno y Horkheimer, lo vieron como el origen del advenimiento de la racionalidad fría en lugar de la razón kantiana, garante del universalismo y de la autonomía individual.
Contrariamente a los análisis habituales, Arendt ve el totalitarismo como un régimen en el que el poder está ausente. Esto invierte el sentido que debe darse a la política. Esta es sin duda la razón por la que la educación y la cultura adquirieron un papel central en la obra de Arendt en los años sesenta, en la medida en que constituyen el suelo de esta comunidad humana. La reflexión sobre el totalitarismo es una reflexión sobre el hombre: esta es la principal verdad que un enfoque histórico podría llevarnos a pasar por alto. Pensar sólo en términos de historia nos lleva a pensar en términos limitados de supervivencia; tratar de comprender la práctica totalitaria, es decir, la aparición de acciones totalitarias en un mundo que no era totalitario, nos lleva a examinar en nosotros mismos cómo llegaron a ser estas acciones. Así, la «comprensión», el centro del análisis, se convierte ante todo en una comprensión de nosotros mismos. Esto no basta para impulsar la lucha contra el totalitarismo, pero es la única manera de darle el sentido que necesita para triunfar. Esto nos lleva de nuevo al lenguaje. Vivir en casa, vivir en la propia casa, es vivir en la propia lengua. Ejercer violencia contra las personas es ejercer violencia contra las palabras privándolas de aquellas a través de las cuales forjan un hogar, una identidad concreta. Esta es la principal lección que ha aprendido del totalitarismo, y explica su crítica a la noción de derechos humanos, que en su opinión es demasiado abstracta y carente de contenido. El ser humano no debe concebirse como una referencia universal, sino como algo con un contenido concreto.
Sobre los orígenes del totalitarismo (fragmento)
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