Steve Bannon, el gurú que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca por primera vez, teorizó que para imponerse en unas elecciones es necesario ganar antes la “guerra cultural”. Su patrocinado cuenta ahora con la mayor arma cultural del planeta, las redes sociales. La herramienta que un día pareció útil para darle la voz al pueblo, incluso para organizar revoluciones contra regímenes autoritarios, es hoy el vehículo con el que un grupo de poderosos pretende consolidar y ampliar su dominio. Se trata de evitar cualquier regulación que limite sus negocios. Aquellos jóvenes ataviados con camisetas y deportivas que parecían desafiar a la altiva clase empresarial alejada del resto de los mortales corren hoy a reírle las gracias a Trump mientras se frotan las manos.

No es una guerra que nos resulte ajena. La llevamos en el bolsillo. Nos asomamos a ella a diario. Y es tremendamente desigual. Cada individuo se enfrenta a grandes monopolios que trabajan a destajo para aumentar el engagement o, lo que es lo mismo, alimentar la sociedad de la adicción (a sus productos). Mark Zuckerberg ha puesto en marcha un proyecto en Meta para crear usuarios mediante inteligencia artificial, una especie de bots sofisticados, con tal apariencia de realidad que será muy difícil distinguirlos, y que interactuarán con los humanos para redirigir sus preferencias. Es solo un ejemplo del potencial que Trump, que hoy accede al cargo, puede alinear en favor de sus ideas e intereses, con la inestimable colaboración del rico más rico del mundo y presidente en la sombra, Elon Musk.

¿Logrará Europa sustraerse al influjo de la nueva era Trump y de sus jinetes digitales?, ¿estará en condiciones la UE de defender su soberanía estratégica ante los chantajes del líder norteamericano?, ¿podrá hacerlo mientras se mantiene como aliada de EE.UU.? Alemania ejemplifica la complejidad actual: un país que sufre injerencias políticas al mismo tiempo de Putin y de Musk. Más allá de la geopolítica, el poder de Europa también reside en lo que decidan sus ciudadanos con su voto y, en buena parte, en su capacidad para discernir entre el río revuelto que llega a sus terminales móviles. Lola García en la vanguardia.