Éste es un artículo supremacista, anclado en una doble convicción de superioridad. Por un lado, la de los valores que nutren a la democracia liberal como forma de gobierno. Por otro, la de Europa y su proyecto de gobernanza común como el lugar en el que éstos mejor han cristalizado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Josep Martí Blanch, en la vanguardia.
Este doble ejercicio de vanidad comporta inevitablemente afirmaciones contundentes. Por ejemplo, no se aceptan lecciones de democracia de la elegida Trump-Musk-Vance sobre la calidad de nuestras instituciones. Hay discursos hechos en nombre de los valores democráticos que por muy made in USA que sean merecen desprecio. Lo mismo que dedicamos a nuestros lobbistas chinos bien remunerados o al numeroso ejército de idiotas fascinados por las supuestas virtudes del autoritarismo ruso o lo que se promociona a través de los petrodólares. Para Trump, Putin, y más disimuladamente, pero con la misma displicencia, Xi Jinping, los europeos conformamos una sociedad moral y políticamente decadente que, debilitada por sus notables diferencias de doble orden –entre estados y dentro de cada Estado–, no tiene posibilidad alguna de seguir el ritmo que han marcado los más fuertes de la clase en la reconfiguración del . Impuesta la ley del músculo, Europa está terminada, razonan.
Nuestro desconcierto nace de la necesidad de quitarles la razón a quienes nos ven así, pero sin saber exactamente cómo y ni siquiera si estamos en condiciones de hacerlo. La preponderancia de los intereses estatales está en la base de nuestra debilidad. Nada hemos construido que se parezca a una idea de patriotismo europeo nutrido de valores duros. Compartimos instituciones, nos reconocemos como hermanos en la dimensión cultural, geográfica, histórica, económica y demás cuestiones. Pero la adscripción a la idea de Europa sigue siendo para la mayoría de orden puramente pragmática, concretada en cosas como tener la misma moneda en el bolsillo o viajar sin pasaporte. Somos italianos, franceses, alemanes, belgas, rumanos, etcétera, y ya si un caso, como cuestión de segundo orden que proporciona ventajas, también europeas. La imposibilidad de armar una política exterior de defensa en clave europea o las visibles reticencias en la creación de campeones empresariales europeos en sectores estratégicos obedecen a esa realidad.
Más allá de este componente de preeminencia estatal de la gestión de intereses, debe advertirse también la debilidad de los liderazgos políticos en los países del proyecto europeo. Nuestros líderes están obligados a consumir la mayoría de sus energías atentas a sus propios países, devorados por la polarización y la inestabilidad de sus instituciones domésticas. Del lado contrario, Trump controla el Senado y el Congreso estadounidenses y tiene luz verde en política exterior, mientras que Xi Jinping y Putin son dictadores. ¿Cómo ser competitivos, rápidos y eficaces en la toma de decisiones en ese escenario? Nuestro ritmo no es, ni puede serlo, el suyo.
Fue en julio del 2012 cuando Mario Draghi pronunció el célebre discurso que cambió el rumbo de la crisis del euro: “Haré todo lo necesario y, créanme, será suficiente”. Trece años después, la pregunta es quién está en condiciones de afirmar algo similar para hacer creíble que también en defensa estamos dispuestos a hacer lo mismo, con o sin el paraguas de los estadounidenses. El momento es crucial y nos retratará a todos para la historia.
A Europa le llega la hora de decidir si quiere defender su sitio en el mundo también a base de codos, ya que las reglas que se han anunciado para los nuevos tiempos pivotan de nuevo sobre la fuerza que cada actor pueda mostrar y, llegado el caso, ejercer. Es llegada también la hora de un patriotismo europeo creíble, también militar, que debe ejercerse y prevalecer por encima del eje derecha-izquierda y de cualquier posicionamiento sobre la agenda política ordinaria. ¿Seremos capaces de entenderlo? Más bien creemos que no. Pero sería imprescindible para que el supremacismo orgullosamente justificado con el que hacíamos el farol en la primera línea mantenga en el futuro todo su sentido. Esta vez no nos jugamos el dinero, sino los valores.
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