Hace años, cuando las libertades estaban secuestradas y también nuestro idioma por un franquismo feroz, mirábamos a Francia. Muchos padres procuraban que sus hijos e hijas aprendieran francés, más que por un futuro profesional, por una voluntad cultural y de conocimiento. La Península era un páramo. Pronto el inglés arrasaría, para lo bueno y lo malo. Era cuando La marsellesa venía a ser nuestro segundo himno. Y con qué devoción –y todo hay que decirlo: con ciertas dosis de bicarbonato– íbamos a ver todo lo de la nouvelle vague , ya saben: Truffaut, Godard, Resnais…, con sus correspondientes foros posteriores. Y los viajes a Perpiñán escondiendo los discos de Raimon y Paco Ibáñez, los libros de Ruedo Ibérico y algo más de discernimiento de un idioma tan vecino.
El paseante indígena escuchará, a veces desconcertado, aguzará el oído e intentará averiguar si entiende algo de lo que oye. Adivinará, con más o menos éxito, el origen de los hablantes, su procedencia. Y le asaltará una debacle de autoestima cuando sea interpelado, preguntado por una persona de la cual no entiende nada. Esta ciudad es, hoy por hoy, una inmensa pinacoteca de lenguas, cada una con su acento; con su alma, a fin de cuentas. El máximo botín del ser humano: su idioma, su identidad.
Los que saben dicen que nuestro idioma está enfermo. Que el catalán sufre un retroceso en su práctica. Cierto, el paseante vernáculo lo certifica: se utiliza menos. Volvamos a otros tiempos, en la tan celebrada transición el catalán era una lengua de culto. Prestigiada en toda la Piel de Toro. La voz de la vanguardia, de la cançó, la literatura de los clásicos… el respeto y la admiración por una cultura que había resistido. ¿Y ahora? El paseante oye menos su lengua. No es, por supuesto, una buena noticia. Ahí lo dejo.
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