UN CATASTRÓFICO CISNE NEGRO


Se llama cisne negro a un acontecimiento sorpresivo que altera el orden de las cosas; un suceso inusitado, de gran repercusión social, por tanto, política, que tiende a ser racionalizado de manera retrospectiva como algo que podía haber ocurrido. El ensayista y financiero libanés Nassim Taleb, autor de una trilogía sobre la incertidumbre, ha sido uno de los grandes divulgadores de esa metáfora. Algunas veces la geopolítica y la geoeconomía se entrecruzan en un jarro de agua fría que nos saca del sopor cómodo, pero ilusorio al que nos habíamos acostumbrado. El tahúr neoyorquino que ha recuperado la Casa Blanca está haciendo cuanto está en su mano para destruir el orden geopolítico basado en normas, iniciado en San Francisco al redactarse la Carta de las Naciones Unidas, con la bala que mató a Hitler humeando aún en la cancillería berlinesa. Derruir el ya de por sí debilitado sistema de Derecho Internacional tenía que conllevar, obviamente, una erosión equivalente del marco económico mundial, especialmente en su vertiente más visible e inmediata: el comercio.

Si Trump se la tiene jurada a sus aliados militares y no tiene reparos en amenazarlos de anexión y torpedear la mismísima Alianza Atlántica, nadie puede esperar de él mayor respeto por las normas del comercio global. Se suponía que los republicanos eran el partido más favorable a la globalización, pero lo que hoy se presenta como Partido Republicano no es ni una caricatura de lo que fue. Se estarán revolviendo en sus tumbas los principales representantes históricos de esa formación política, incluido el gran Ronald Reagan. Mucho antes, a finales del siglo XVIII, la chispa que prendió el puerto de Boston y, con él, las trece colonias inglesas que se rebelaron, fue precisamente un arancel injusto. Trump es la negación viviente del espíritu fundacional de los Estados Unidos de América.


Durante la Guerra Fría, que fuimos tan hábiles de ganar y tan idiotas de no rematar, tuvimos siempre el acicate de Washington para abrir nuestros mercados al comercio. Se nos recordaba de manera incesante la famosa frase de Frédéric Bastiat sobre los productos y los soldados. Trump quiere que no pasen ni unos ni otros. Sueña con un delirante paraíso fortificado, con mucha industria pesada (porque es un viejo que se ha quedado en los mitos de hace un siglo), con pocos inmigrantes (sobre todo de tez oscura), y con un retorno a los valores y al modo de vida de los años cincuenta, o quién sabe de cuándo. Y desde su perspectiva, todo eso no puede suceder en un marco de fronteras abiertas, ni a los trabajadores ni a los profesionales, ni a los capitales, ni a los productos ni a los servicios. A este paso, las cerrará también a los datos. La arcadia feliz de este infeliz pasa por unos niveles de autarquía arancelaria propias de la CEPAL socialistoide, del peronismo fasciosocialista argentino, del nacionalsocialismo que no pudo ser (porque perdió la guerra) o de las recetas de “intelectuales” de la talla de Gaddafi o Saddam. No es de extrañar que Trump admire a personajes como Xi o Kim, o que sus ideólogos sueñen con una desconexión general de los Estados Unidos respecto al mundo. Desde su sectaria visión política y cultural, lo exterior sólo les ha traído inmoralidad, tendencias “woke” y una pérdida de puestos de trabajo por la desindustrialización de la que se creen víctimas. Siempre se nos había dicho que el villano de nuevo cuño llamado “globalismo” por los nacional-populistas europeos y por los MAGA norteamericanos era distinto, incluso opuesto, a lo que conocemos como “globalización”. Pero han bastado dos meses de Trump 47 para comprender que, para esta gente, ambos términos son lo mismo, y a ambos se oponen con denuedo. Trump repite hasta la saciedad que el resto del mundo es una lacra, un parásito que vive de chuparle la sangre a su país. Por más que sorprenda tanta ignorancia, comprensible en él pero no en todo su entorno, es evidente que podríamos estar ante algo diferente a un mero enfado derivado de una percepción errónea sobre el ventajismo de sus socios comerciales. Podríamos estar ante una voladura controlada de la Organización Mundial del Comercio y de cualquier atisbo de orden comercial mundial basado en normas. Si no las quiere para lo político y estratégico, es lógico que no las quiera tampoco para lo comercial. Libre de corsés, tras denunciar todo tratado internacional ratificado por su país durante el último siglo, Trump puede ser el emperador todopoderoso que ansía ser. Puede ocupar países y puede cerrar fronteras. Con unas tablas de supuestos conflictos comerciales que son un ejercicio del más puro dadaísmo político, ha logrado que el planeta entero tiemble ante su ira de mafioso. Y hay países que le están siguiendo el juego con vomitiva obediencia, y muchos más que no saben por dónde tirar ante este demente.

Pero todo esto podría ser aún peor. Podría deberse a un intento de favorecer un mundo tripolar dominado por el nuevo Eje: Washington-Moscú-Beijing: una “paz” basada en zonas de influencia que serían a su vez bloques autárquicos de comercio, casi exclusivamente intra-bloque y siempre mediatizado por el Estado hegemónico. Eso si, esta ruina deliberada no obedece a una agenda aún más siniestra a medio plazo, en la que se haga realidad la planificación centralizada de la economía, sueño de todos los populistas de izquierdas y de derechas. Y mientras tanto, caen los mercados, el dólar y la deuda americana. Trump es un catastrófico cisne negro.

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