¡Cómo han cambiado las opiniones en los departamentos universitarios de teoría política occidentales en los últimos años! En efecto, el final del siglo XX vino caracterizado por una denuncia generalizada de la «democracia liberal» (y, precisamente, por ser «liberal») como un sistema de gobierno escasamente valioso, carente de virtud y responsable en último término de haber convertido al ciudadano en un idiotes, en un ser interesado únicamente en su bienestar y despreocupado de la participación política. Lo que entonces se reclamaba, y se diseñaba en sus aspectos teóricos (en los institucionales nunca se concretó mínimamente), era la «democracia deliberativa», la «participativa», la «radical», la «consociacional» o la «directa», pobladas todas por virtuosos ciudadanos interesados y activos. El grito de guerra era el de ¡menos liberalismo y más democracia! Así titulaba un muy activo propagandista de aquellos enfoques.
Pues bien, ¿qué queda hoy de aquello? ¿De qué se preocupa la opinión de la academia en este primer ventenio del siglo? Pues resulta que su declarado temor lo es a la deriva «iliberal» de las democracias realmente existentes, al hecho de que en nuestro ámbito occidental las democracias están degradando aceleradamente los valores típicos de su estructura liberal subyacente: la separación de poderes, los controles institucionales, los límites a la invasión de la privacidad por los gobiernos, el respeto a la libertad de expresión, la independencia de los representantes, y así. Son todavía democracias, se nos dice, pero algunas sólo de nombre y porque conservan su condición de ser regímenes de selección por elección de los gobernantes, puesto que su contenido es cada vez más autoritario. Son autocracias electorales. Están en peligro instituciones y valores propios del más genuino liberalismo y el grito que hoy resuena contemplando a Hungría o a Estados Unidos es el de «¡devolvednos nuestras democracias liberales!».
No seré yo quien critique esta demanda política más que justificada. Hasta cierto punto es una demostración tardía de lo acertado que era defender que la democracia –por mucho que la llamemos así, sin calificativo– no es tal sino cuando se asienta en las instituciones y valores liberales. Y, además, cuando es limitada y podada por ellos, por las instituciones «no electas».
Sin embargo, resulta llamativo que no se comente otro de los problemas que también presentan las democracias actuales y que atañe –este sí– a su aspecto más puramente democrático, el de la elección de los cargos políticos por la ciudadanía.
Contado en términos de actualidad, el problema que atisba el mundo en este momento es, sencillamente, el de que se ha elegido a un necio para la más alta magistratura del país hegemónico a escala mundial. Entendido el calificativo en su sentido etimológico: se ha elegido a una persona cuya ignorancia es abismal y que además está convencido de ser un sabio. Y les ahorro los rasgos más inmorales del sujeto. A esto ha llegado la democracia: a elegir a los peores para el gobierno.
Cierto es que las democracias llevaban una temporada eligiendo mal. Un asunto complejo este, en que se mezclan la contraselección cualitativa que practican los partidos políticos en general, la ausencia actual de personalidades relevantes, la inevitabilidad de que un régimen de opinión pública sin referentes objetivos produzca políticos adocenados, el distanciamiento progresivo pero mortal entre las condiciones necesarias para ser electo y las obligadas para ser gobernante. Y así. Pero es que la actualidad ha superado todas las previsiones: tenemos a un necio al mando del mundo. Y es un necio que quiere que se le vea y, como él dice, que se le bese el culo. No es un vago, sino un activista. No es sin más un retrógrado, sino un populista. El soberano soñado puede hacer retroceder al globo a una época previa al globalismo liberal.
Esto exige una reflexión, aunque sea para concluir quizás que no hay alternativa al sistema por mucho que sea capaz de generar estos resultados. Porque lo que ha sucedido es grave.
Las democracias liberales, aunque no lo proclamen expresamente, contienen una promesa implícita de que el sistema de participación política igualitaria de todos (la major pars) logrará que sean los mejores (la melior pars) los seleccionados para el gobierno. O una esperanza de ello, por lo menos. Ya los liberales clásicos dudaron de conseguirlo (los sabios nunca se someterían al criterio de los muchos, ni estos serían capaces de identificar a los sabios, decía Tocqueville), y por eso retrasaron cuanto pudieron la universalización del sufragio. Para conseguir la excelencia de los electos restringieron el derecho de voto a quienes se suponía más razonables (la clase dominante) o mantuvieron sistemas de voto plural para los más instruidos. Restricciones hoy insostenibles porque contradicen el principio moral y prudencial de igualdad intrínseca de los ciudadanos. Y porque, además, la diseminación de la necedad alcanza hoy parejamente a todos los estratos sociales.
Otras sugerencias para proteger al sistema de las malas elecciones eran las de restringir la capacidad de actuación de los electos. Así, por ejemplo, J.S. Mill proponía crear dos tipos de cámaras legislativas: una de electos, que se limitaría a tomar las grandes decisiones; y otra de expertos, que gestionaría la proposición e implementación de tales decisiones. Limitar el poder del voto sometiendo a los electos al control de los expertos en los temas cruciales. La misma inspiración que hoy sugiere un Gobierno mundial de expertos, por encima de los Ejecutivos locales, o la que externaliza cada vez más decisiones hacia instancias libres de la manía de elegir. La Unión Europea es un ejemplo.
La experiencia demuestra, sin embargo, que los expertos –cuya independencia es siempre relativa– son capaces de decidir temas de escaso impacto político en la opinión. Pero la política existe, precisamente, porque el tutelaje experto no sirve para decidir sobre las issues percibidas como sensibles.
También se ha recordado la alternativa del sorteo como método de selección de las asambleas, citando –cómo no– a los atenienses, que lo usaban para algunos desempeños. Como señaló Aristóteles, era el sistema más democrático en cierto sentido al garantizar la igualdad de oportunidades de todos los politai. A él, sin embargo, le parecía ridículo. Y nadie en la modernidad ha sabido explicar cómo podría funcionar en comunidades de tamaño superior a las aldeas.
¿Entonces? La prudencia invita a aceptar con resignación que la elección es el menos malo de los sistemas de designación de los gobernantes y que sólo cabe montar un entramado más y más potente de contrapesos, límites y controles para su desempeño. Pero la prudencia puede convertirse en temeridad cuando se observa que, precisamente, los gobernantes electos están cada vez más desmontando el sistema de control que existía y que se revela insuficiente ante su necedad atrevida. Cuando la cuestión concreta es la de qué grado de desastre será capaz de ocasionar un imbécil al mando de una potencia mundial, esperar se vuelve muy arriesgado.
Cabe recordar que, si bien carece de frutos positivos, la elección periódica permite, por lo menos, desembarazarse de gobernantes probadamente estúpidos sin necesidad de revolución ni violencia. Esa sería la justificación última de la democracia electoral para los desengañados: su capacidad de expulsar más que la de designar. Probablemente está bien pensado. Pero, visto lo visto hace cuatro años, ¿no es un tanto aventurado confiar en que funcione este efecto expulsor una y otra vez?
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