En 1961 el novelista Ignacio Aldecoa, cuyo centenario estamos celebrando, viajó solo desde La Graciosa, que ya no es un islote sino una isla, a cada una de las islas del archipiélago canario. Paró en todas partes, y de todos los lugares que vio, desde el mar, en la tierra, en las montañas solitarias y en las orillas, hizo su crónica. Muchos años después aquel libro, en el que él fue escribiendo su vida de aventurero amante de aquellas islas de misterio que también hicieran suyas Miguel de Unamuno, Agatha Christie y José Saramago, apareció en una librería de viejo de Madrid, y compré todos los que pude.
El libro se titula 'Cuaderno de Godo' y ya es más conocido que entonces, cuando la gente se preguntaba qué demonios hacía en el espacio insular aquel escritor insólito, y extraordinario, que fue Aldecoa. Fue a Gran Canaria, a Tenerife, a La Gomera, a Lanzarote, a todas partes, pero nunca llegó al Hierro, esa isla que se despide del archipiélago y abre el mundo (se lo abrió a Colón, a tantos) al descubrimiento de América.
La razón que lo alejó del Hierro fue entonces la que a tantos navíos y chalupas o barquitos impidieron que viajantes obligados por la necesidad de encontrar mejor vida en otras islas o en otros espacios del mundo: no solo estaba entonces más lejos El Hierro, sino que esa lejanía constreñía el deseo de viajar, desde allí o hasta allí, porque la naturaleza, del mar, de la espectacular orilla, hacían muy difícil el atraque.
Aldecoa describe, en ese bellísimo librito, la razón que lo entretuvo primero ante el muelle inaccesible y luego ante el océano que lo esperó para el viaje de vuelta. Escribe Aldecoa explicando por qué, al fin, no pudo entrar en El Hierro: “El Hierro es oscuro, mesetero, agrio de lava. El Hierro fue rondado, pero no alcanzado. En El Hierro se dice, se cuenta, que queda la costumbre del zorrocloco. De El Hierro le contaron al 'godo' cosas, no siempre buenas. Y frente al Hierro aguantó mala mar y se regresó por su aguaje como balandra vieja, temiendo tanto a la ola y al tiburón”. Aquel 'godo' que amó las islas, y que hizo de La Graciosa su terreno literario más fértil, no intentó de nuevo ese trayecto. Cada vez que ahora, en este tiempo, El Hierro, ese vendaval que es su mar, que parece una escritura secreta de la parte de atrás del paraíso, expulsa a quienes lo vienen a visitar, siento aquel latido de Aldecoa en la mar que lo venció.
Esta vez, este último miércoles, se produjo uno de esos momentos terribles en los que el trayecto que quiso hacer el escritor de 'Parte de una historia' se convierte en un aviso al navegante: no vengas, o ven cuando la mar no se agita. Los que desde hace décadas viajan al Hierro, a esta zona del mundo que está hecho de misterio y de silencio, donde la niebla y el sol cabalgan juntos a bordo de las nubes de la noche y del viento, saben desde hace mucho tiempo por qué no llegó Aldecoa, “temiendo tanto a la ola y al tiburón”.
Venían, vienen, a pedirle al mar que les deje entrar para hallar aquí, en las islas, en esa isla, en cualquiera de ellas, o en el extranjero que habita más allá del archipiélago, lo que no tienen en sus casas, los que las tienen, o en sus países diluidos por el horror de la miseria, la pobreza y la persecución.
Mientras los noticiarios estaban explicando el miércoles al mediodía la nueva tragedia habida ante el mar que no quiso a Aldecoa yo estaba escuchando un debate parlamentario. Un diputado de Vox, grupo político que ha puesto el odio en su cabeza, instaba a quienes quisieran escuchar otra vez su letanía que mantuvieran a raya a los que quisieran venir a España desde esos rumbos en los que al ser humano se le llama indeseable. Que no vengan los emigrantes.
El diputado Gil Lázaro hablaba con el odio entre los dientes y lo escuché hasta el final, como hipnotizado por los mandatos de la maldad, que suenan como un chasquido horrible de los dientes. Cuando acabó aquella diatriba del diputado puse la radio, a escuchar una entrevista que le hacía Àngels Barceló a Héctor Abad Faciolince, el escritor colombiano a cuyo padre asesinaron en Medellín y que vio, en Ucrania, cómo una bomba de Putin mataba a una colega suya.
Es imposible imaginar que el diputado tuviera noción de esas noticias, del dolor que se fue concentrando este miércoles cuando la muerte era la palabra y la realidad era la insistencia de la vida de mantener, en el mar, en la calle, la posibilidad horrible de la injusticia, del dolor y de la muerte. - Juan Cruz Ruiz en elperiodico.com
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