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INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y ESTUPIDEZ NATURAL


Le pregunto a una de las plataformas más conocidas de inteligencia artificial (IA): “¿Podría escribirme usted un artículo de opinión?”. La dichosa plataforma no se corta y me contesta de inmediato: “¡Claro!”. Después me pregunta el tema, la extensión, el periódico, para calibrar si el estilo es más o menos formal, y me regala de entrada, como aperitivo, algunos asuntos que considera sugerentes (en realidad bastante manidos). Desde que mis alumnos la usan, me he interesado por la IA, que, de hecho, nos obliga a replantear nuestra manera de enseñar. Gabriel Magalhães en la vanguardia.

El gran salto es que la IA contesta, habla con nosotros, algo que el volumen impreso o las enciclopedias de internet no pueden hacer. En el diálogo platónico Fedro se explica que la es­critura tiene una gran limitación, que aún hoy en día está presente en nuestros libros: el texto no nos contestará si le hacemos preguntas, como lo puede hacer un maestro con el cual conversamos en vivo. Por ello, durante milenios, el lugar del profesor no estuvo en juego, a pesar de la infinidad de libros que se hicieron, primero manuscritos y después impresos. La enorme novedad es que ahora existe una máquina de conocimiento con la cual se puede dialogar al instante.

Eso ha provocado la aparición de un nuevo tipo de alumno que nos mira en las aulas asombrado de que todavía estemos allí para enseñar algo. Oteando a los profesores, es como si viera dinosaurios. Basta con ir al temario de la asignatura y dialogar con la IA para obtener los apuntes que hacen falta. La clase se ha transformado, para ellos, en una molesta redundancia innecesaria.

Algunos de los trabajos creativos o de ensayo que me han entregado mis alumnos este semestre se han hecho con IA. En una de las asignaturas hay que escribir un cuento para investigar los resortes del texto narrativo y, de repente, los ríos que corrían por las aldeas “contaban viejas historias”, mientras los pueblos de montaña “flotaban entre la nieve y el tiempo”. La IA tiene un estilo propio dulzón, que podríamos resumir como lo mejor de la mala literatura.

Cuando los textos trabajan las emociones, la soledad siempre es “el espejo donde podrás encontrar tu rostro” y el miedo, “el primer momento del vuelo que te espera”. En los ensayos, también la IA se distingue por su brillante banalidad: Macondo, el lugar mítico de Cien años de soledad, es un pueblo “plagado de sueños, memorias y fantasmas”. Siempre así, cosas edulcoradas, sin valor real. El profesor no puede suspender al alumno, resulta difícil probar que se ha usado la IA, pero, identificado el estilo tontorrón de esta herramienta, se debe darle la mala nota que merece.

Lo difícil de enseñar es lograr saltar hacia el interior de la otra persona y dejar ahí algo, que después seguirá su propio rumbo. Un periódico es un sistema de vuelos de este tipo, aterrizando en los lectores. Y lo mismo una clase de universidad. O, más aún, de la escuela primaria. Se enseña a leer y a escribir, pero el gran logro es que el lenguaje escrito se incorpora en cada niño, y a partir de ahí todo será distinto en esa vida humana. El conocimiento genera estructuras internas, algo así como un esqueleto espiritual. Y ello se refleja en toda nuestra existencia. Ese es el conocimiento que vale.

En este aspecto la IA, si es mal usada, no suma, sino resta. Uno de los grandes problemas de Occidente es el carácter a menudo falso de la formación académica de la ciudadanía, sobre todo de la más joven: existen muchos títulos escolares, pero no son tantas las personas que se hayan transformado radicalmente a lo largo de su aprendizaje. La IA permite un aumento exponencial del saber en forma de apariencia. Es un mayordomo que se presta sin rechistar a todo tipo de trapicheos. Proporciona infinitas mor­didas de conocimiento y nuestro ordenador es el sobre donde nos las entrega.

El objetivo de enseñar no es esta farsa, este teatrillo, este mangoneo exterior, sino la creación de un cosmos en la intimidad de cada alumno, donde se reflejarán, de un modo nuevo, muchas cosas de lo que sabe la humanidad. Lo esencial reside en este viaje hacia dentro con un hermoso rebote hacia fuera: quien aprende, partiendo de lo que asimila, inventará de nuevo el mundo. Y así cada persona bien formada se transforma en un creador de realidades.

La IA nos dice muchas cosas, pero no cuál es mi originalidad y las novedades que puedo aportar. Puede ser bien utilizada. Pero a menudo funciona como una herramienta para loros. Algo así como la inteligencia de los vagos o de los tontos. El gran problema de las nuevas tecnologías del conocimiento desde la invención de internet es su utilización negativa y tramposa. Y por ello, cuando son mal usadas, incrementan la estupidez natural de que el ser humano también es capaz.

Como profesor de universidad en Portugal, siento la enorme presión que sobre nosotros ejerce el Estado luso para que seamos capaces de producir licenciados a granel. Quieren números, porcentajes, de acuerdo con baremos europeos. Esto también es corrupción. El proceso de enseñar, en realidad, algo tiene de una preciosa artesanía o, incluso, de un verdadero arte. Hoy en día, sin embargo, se está transformando en una mentira más de nuestro mundo. Personalmente, seguiré creyendo en cada estudiante y en ese milagro que resultará de su evolución como persona a lo largo de su aprendizaje. Todos ellos pueden aportar cosas fantásticas. Eso es lo que se busca en una escuela: que cada ser humano se encuentre a sí mismo y mejore un poco el mundo.

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