Supongo que están más que al caso de los lamentables sucesos de Torre Pacheco. Si no, y en resumen, un hombre de 68 años fue agredido brutalmente por unos indeseables (fueran de donde fueran) en plena calle. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol de una época que parece precisar cada vez de más violencia para no aburrirse. Lo llamativo vino después: en medios y tertulias, al referirse a la víctima, el agredido era “un anciano”. Algunos lo llamaban directamente “un abuelo”. Es comprensible que esa terminología, en general, pueda sonar tierna, entrañable incluso. Es lo que tiene el infierno, que está empedrado de las mejores intenciones. Pero a mí me parece una forma sutil y despiadada de humillación.

Como decía Simone de Beauvoir, “no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos”. Y parece que la sociedad entera se ha puesto de acuerdo en ignorar lo que todos seremos en el mejor de los casos: viejos. Quizá esa negación colectiva explique por qué hay quien se atreve a llamar “abuelo” a un desconocido sin saber si tiene nietos, o siquiera si los quiere. Nadie se refiere a un tipo de 50 años llamándole “padre”, ni a una mujer de 32 como “sobrina” (tal vez excepto en el caso del señor Ábalos). Pero a los que se van acercando a una fecha mágica e indeterminada se les adjudica el “abuelo” por defecto. Es gratuito. Es aparentemente amable. Y es profundamente insultante.

Sé cómo suena ese tonillo condescendiente. Lo vivió el otro día una amiga, una brillante abogada de 70 años con un sentido del humor afilado y que sacó adelante sola a sus hijos después de divorciarse de una auténtica sanguijuela. Una mujer que es capaz de interponer tres demandas antes de que yo me haya tomado un café. Fue a tomar una copa con unas amigas de su edad, lúcidas, combativas y divertidas, y el camarero –seguro de que estaba haciendo una gracia– les espetó: “¿Qué, tarde de chicas?” y las trató (tuteando, por supuesto) con términos como “cariño”, “reinas” y “¡qué bien lo lleváis!”. Como si no fueran adultas. Como si no fueran peligrosas.

Otro ejemplo: un conocido, magistrado de lo penal hace poco jubilado. Más leído que Borges y con más educación que el mayordomo de Lo que queda del día . Va al CAP y lo tratan como a los niños de la guardería, sin renunciar al inevitable “abuelo”. Solo falta que a este hombre, que hace cuatro días dictaba diez sentencias por semana, el médico le obsequie con un sugus y le presente a los payasos del hospital.

Es inquietante el trato a quienes han pasado la edad de jubilación: el reservado a los trastos inservibles

Ser viejo y un ser racional y libre es algo que solo se les permite a Florentino Pérez, a Isidre Fainé y al Papa de Roma: es un componente de clase que no debería pasarnos por alto. Curiosamente, ninguno de los mencionados es “abuelo” en los medios. Son “figuras”, “referentes”, “líderes”, “personalidades influyentes”; y no puedo imaginar que alguien les llame “cariño” en la sala de espera del urólogo. Al final, parece que solo se atontan al envejecer los que no tienen poder ni dinero. Es decir, la gente corriente. El resto no: ellos se consolidan, maduran, aconsejan y mandan.

Esa forma de hablar es, en realidad, una manera de matar antes de tiempo: una eutanasia léxica. El modo de rebajar el estatus de alguien por el simple hecho de haber vivido más que tú. Por eso se habla de los “abuelos” como de una nueva categoría de seres disminuidos, unos inimputables que sangran el presupuesto y tardan demasiado en morir.

Decía Oscar Wilde, ese gran fabricante de frases célebres, que “la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que aún se siente joven”. Lo que no imaginaba es que el problema fuera que siendo viejo y sintiéndote joven, te acabaran hablando como a un recién nacido. Eso es lo inquietante del trato que se da a quienes han pasado la edad de jubilación: el reservado a los trastos inservibles.

Lo que vemos, en el fondo, es lo mismo de siempre: lo que no se nombra con dignidad, se invisibiliza y devalúa. Y en este caso, además, se infantiliza. Como si alguien de 70 años no pudiera ser culto, seductor, brillante y tener una vida propia sin que se la califique en términos de dependencia y decrepitud. Que se reconduzca a las personas mayores a esa condescendiente condición de “abuelo” cuando aún son ellos mismos, con sus historias, sus lecturas, su cuerpo y sus deseos, su visión de la existencia, es una forma de asesinato. Uno muy lento y muy afectuoso. Pero asesinato al fin y al cabo. Javier Melero