Cataluña ha funcionado como laboratorio institucional para el desarrollo de fórmulas que luego se extienden al resto del país. El ejemplo paradigmático fue el Pacto del Majestic en 1996, cuando el entonces presidente José María Aznar acordó con Jordi Pujol, líder de CiU, la cesión del 30% de la recaudación del IRPF a las comunidades. Fue duramente criticado, pero en pocos años esa medida se convirtió en piedra angular del modelo de financiación autonómica.
Más recientemente, la propuesta de una financiación singular para Catalunya ha desatado reacciones similares. El Partido Popular la tacha de trato de favor y advierte que “asfixia” el bolsillo de todos los españoles, mientras el gobierno lo defiende como una vía para responder a las “singularidades fiscales y competenciales” de la comunidad.
Catalunya posee características que han servido para justificar ciertos planteamientos excepcionales: Contribuye por encima de la media al PIB nacional. Tiene una estructura económica altamente diversificada. Mantiene una presión demográfica y urbanística particular. Experimenta tensiones territoriales que requieren respuestas políticas complejas.
Pero también es cierto que hablar de singularidad puede abrir la puerta a la fragmentación del modelo común. ¿Puede sostenerse un sistema donde cada comunidad negocia condiciones “ad hoc”?
Lo irónico es que, en muchas ocasiones, esas condiciones “singulares” acaban convertidas en plantilla para reformas generales. Lo vimos con el IRPF, con el modelo de Agencia Tributaria propia, y más recientemente con el impulso a competencias en vivienda o gestión de inmigración. Este patrón revela que Cataluña no actúa tanto como excepción, sino como catalizador. Si sus demandas se incorporan por otros territorios, no por solidaridad, sino por competencia, ¿no deberíamos asumir que su influencia es estructural y no anecdótica?
La hipótesis de que el modelo singular se extienda parece plausible, no solo por presión política, sino por lógica territorial. Comunidades como la Comunidad Valenciana, Andalucía o incluso Madrid ya estudian mecanismos que les permitan obtener mayor autonomía fiscal. Y lo hacen muchas veces invocando el mismo argumento que antes criticaban: la adecuación a “realidades específicas”.
Catalunya incómoda, pero también inspira. Su papel como adelantada en el sistema autonómico español genera fricción, sí, pero también progreso. Quizás no se trate tanto de conceder privilegios como de aceptar que la descentralización es, por definición, un proceso desigual, adaptativo y en constante evolución. Más recientemente, la propuesta de la financiación singular para Catalunya acorada ayer ha desatado reacciones similares. El Partido Popular la tacha de trato de favor y advierte que “asfixia” el bolsillo de todos los españoles, mientras el gobierno lo defiende como una vía para responder a las “singularidades fiscales y competenciales” de la comunidad. No hace falta decir que para la Lideresa dos España se rompe, y de momento Corin Tellado está callado. Jorge Azcón, del Gobierno de Aragón, anda más alborotado que Lambán, mientras Moreno Bonilla protesta lo justo mientras hace cálculos del rendimiento que pueda sacar al trasunto del asunto.
Me pregunto cuantas veces Catalunya ha roto España, que debería estar hecha unos zorros, pero resulta que no es así, que España, como decía el orate del disparate, va bien, España va bien, y los españoles no tanto.
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