Hay en la frase “ser uno mismo” una aparente sencillez, como si bastara con escucharla para saber qué hacer. Pero los años enseñan que tras esa consigna se esconde una empresa delicada, ambigua, y acaso la más hermosa de la existencia. Ser uno mismo no es una conquista definitiva, ni una revelación súbita, sino una forma de habitarse. El yo no es una estatua —firme, marmórea— sino una criatura que respira, duda, se contradice y evoluciona. Uno puede pasarse media vida creyendo que ha dado con su verdad, y un día descubrir que esa verdad ya no le sirve. No por error, sino porque ha cambiado.

En la juventud, tal vez uno se lanza a afirmar con vehemencia lo que es, como si tuviera que defenderse del mundo. Pero con el paso del tiempo, esa vehemencia se suaviza. Y uno empieza a entender que ser uno mismo no exige proclamarse, sino escucharse, y sobre todo escuchar a los demás. La fidelidad a la propia voz se vuelve más íntima, más callada, pero no menos profunda.

La sociedad, sin embargo, nos ofrece identidades como quien vende ropa de temporada. Nos sugiere quién deberíamos ser, qué deberíamos querer, cómo deberíamos sentir. Y entre esas sugerencias, uno corre el riesgo de disfrazarse, de callar el murmullo interior que reclama autenticidad. Ser uno mismo, entonces, es quitarse el disfraz sin rencor, quedarse en la piel que nos queda bien, aunque no esté de moda.

Luis Eduardo Aute escribió: “Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo...” —una frase que reconoce la dificultad de ese intento, su carácter a veces ilusorio, pero que lo celebra igualmente. Porque en ese empeño habita una belleza secreta: la de vivir en coherencia con la mirada, con los sueños, con la fragilidad que nos define. Serrat, por su parte, canta: “Cal guanyar temps als somnis, cal anar més enllà de les paraules...” —como quien apremia a vivir de verdad antes de que el tiempo nos robe los sueños. Es un llamado a no quedarnos solo en el decir, sino en el hacer; a ser como somos “de soca-rel”, desde la raíz, sin atajos ni poses. Como Pessoa, que decía: “Ser uno mismo es no tener otro rostro que el de uno mismo.” O como Octavio Paz, que escribió: “Soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos.” —y con ello señalaba que el yo no es sólo interior, sino también tejido en lo común, en lo compartido. o Jabes: Mirad, no tengo rostro, la que exhibo es la cara del instante. O como en la frase atribuida a Oscar Wilde: "Se tu mismo. los otros puestos estan ocupados".

Y así, quizá ser uno mismo sea un arte que no se enseña, pero se practica. Un modo de caminar sin traicionar los pasos. Un intento quizás fallido, de mirarse sin disfraz, de hablar sin eco, de habitar el propio nombre como se habita una casa: con amor, con memoria, con ventanas abiertas a lo que vendrá.