ÚLTIMOS ESCRITOS

LA HISTORIA NO NOS ABSOLVERÁ


Los cristales de nuestras ventanas tintinean con el rumor lejano de una calma rota. Creímos que la pulcritud de nuestras avenidas y la elegancia de nuestros museos bastaban para sostener la ilusión de un mundo amable. Pero mientras admirábamos esa fachada perfecta, al otro lado del Mediterráneo se derrumbaban casas, se ahogaban risas infantiles, se convertían en cenizas historias que nunca llegarán a contarse. Hemos levantado monumentos a la concordia y erigido catedrales al progreso, y, sin embargo, toleramos el estruendo de artillería que desgarra vidas en Gaza. Nuestro silencio, tejido con hilos de indiferencia y disimulo, es un acto de complicidad más brutal que cualquier proyectil. En los despachos donde se firman permisos de exportación de armamento —tan pulcros, tan discretos—, sellamos cada vez un pacto con la muerte.

Viajemos con la imaginación: una fábrica en Alemania, un puerto en Francia, un hangar en Italia. En ellos, generaciones han dado forma al metal, al plástico, a la chispa de la pólvora. Esa energía que nos enorgullece —la de la invención, la de la industria— se reconvierte hoy en máquina de fijar destinos devastados. Cada dron, cada cohete, cada fusil que parte de suelo europeo se convierte en testigo mudo de nuestro desdén por la dignidad humana. Y en Gaza, los cadáveres de una memoria colectiva se apilan sin piedad. Hay madres que buscan brazos donde ya no hay nada, hay corazones que laten en el aire espeso de una ciudad en ruinas. Las voces de esos niños —víctimas de nuestros silencios— resuenan como un réquiem que no concede descanso. Si Europa se precia de no repetir los fantasmas de su pasado, ¿cómo explicar esta resignación activa ante un genocidio que acontece bajo su mirada?

Tal vez quede la última esperanza en la insurrección de nuestra conciencia. Que dejemos de creer que la diplomacia es un juego de equilibrios y comprendamos que el precio de nuestra pasividad se paga con vidas. Que cerremos las puertas de las fábricas de muerte, que abramos las de los campos de ayuda humanitaria, que elevemos en voz alta los nombres de los que perdieron todo.

La historia no nos absolverá: inclinará su balanza hacia aquellos que, habiendo sido custodios de la civilización, miraron hacia otro lado. Aún estamos a tiempo de torcer el relato y escribir una página de arrepentimiento y reparación. Pero sólo si dejamos de ser cómplices y nos atrevemos a alzar la voz. Europa, despierta: tu dignidad está en juego.

Y la pregunta es, la historia no absolverá a Netanyahu, pero y el mundo, la justicia mundial?

Los tribunales de la historia han alzado su balanza contra los poderosos antes que contra los débiles, pero el mecanismo de la justicia internacional sigue siendo un engranaje frágil, sujeto a la voluntad política de los Estados. La Corte Penal Internacional dictó órdenes de detención contra Netanyahu, señalándole entre los acusados de usar el hambre como arma de guerra y de dirigir ataques contra la población civil. Sin embargo, esas órdenes no se transforman de inmediato en esposas: dependen de que 124 países – muchos de ellos aliados estratégicos de Israel – quieran ejercer su obligación legal de detenerle.

La justicia mundial existe más en principios que en realidades concretas. Carece de policía propia y se apoya en la cooperación de Gobiernos que habitualmente anteponen intereses geopolíticos a los imperativos humanitarios. Así, la retórica de “cumpliremos con el Estatuto de Roma” puede perderse en despachos donde los votos a favor de un bloqueo diplomático pesan más que la sangre de civiles.

Pero incluso esa justicia a medias sirve como espejo para la conciencia colectiva. Que la CPI le haya apuntado con su dedo judicial mantiene viva la memoria de las víctimas y obliga a los pueblos a preguntarse si tolerarán impunidad para los líderes que autorizan bombardeos sobre hospitales o estrangulan a una población entera. Cada vez que un Estado miembro sacude la cabeza ante las órdenes de arresto sin ejecutarlas, la legitimidad de la justicia internacional se resiente.

Puede que Netanyahu nunca pise un tribunal en La Haya, o que visite países que le protejan bajo la inmunidad diplomática. Aun así, el juicio global se juega en otro escenario: el de las calles, las redes sociales, los parlamentos y las plazas donde los ciudadanos exigen rendición de cuentas. Es ahí, en el pulso entre la opinión pública y los Gobiernos, donde el concepto mismo de justicia mundial se define.

El mundo no está a salvo de su propio silencio. Si permitimos que la inacción se convierta en norma, la justicia internacional se volverá un lamento vacío, un monumento al fracaso colectivo. Pero si nos negamos a aceptar la impunidad y presionamos a nuestros líderes para que cumplan las órdenes de arresto, esa justicia que hoy parece frágil puede convertirse en una fuerza imparable.

Al final, no bastan las sentencias de la historia ni las proclamas de tribunales distantes: lo que definirá la justicia mundial será la determinación de los pueblos para exigir que ningún responsable de crímenes de guerra camine libre. Esa es la verdadera medida de si el mundo está dispuesto a juzgar a Netanyahu y a todos los que, con un simple gesto de su rotulador, sellan pactos con el horror.

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