Un día, el filósofo Diógenes estaba tumbado tomando el sol, cuando se le acercó Alejandro Magno y le dijo: “Pídeme lo que quieras”. A lo que él respondió: “Pues apártate y no me hagas sombra”. 

Hay días en que el verano parece una tregua. No de la historia, que sigue su curso con sus guerras y sus mercados, sino de uno mismo. Como si el calor, el cuerpo más ligero, y el tiempo suspendido nos permitieran habitar otra versión de la vida: más lenta, más nuestra. En verano, los relojes se aflojan. Las horas se deslizan como cuerpos mojados sobre toallas tibias. El café se toma sin prisa, las conversaciones se alargan sin propósito, y uno se permite el lujo de no ser productivo. Es la estación donde el ocio no es pecado, sino virtud.

Los cuerpos se reconcilian con su deseo de existir. Se muestran sin pudor, se broncean, se sumergen. Hay algo profundamente humano en ese gesto de tumbarse al sol como lagartos filosóficos, dejando que el mundo ruede mientras uno respira. El verano es, quizás, el único momento del año en que el presente se impone al futuro.

Y, sin embargo, como en los versos de Gil de Biedma, hay una conciencia sutil de que esta dicha es prestada. Que el verano no dura, que la juventud se va, que la felicidad es siempre un poco impostora. Pero eso no impide que la vivamos con intensidad, como si fuera eterna. Porque en el fondo, lo que importa no es que dure, sino que haya existido.

El verano es una ficción amable. Y como toda buena ficción, nos permite creer - aunque sea por un rato - que la vida puede ser sencilla, luminosa, y buena.