Hace unos días corría el rumor de que el Ayuntamiento de Barcelona prohibiría tomar el fresco en la calle. La sorpresa por el anuncio, en mi...
Hace unos días corría el rumor de que el Ayuntamiento de Barcelona prohibiría tomar el fresco en la calle. La sorpresa por el anuncio, en mi caso, fue mayúscula. No por la prohibición en sí, coherente con la voluntad siempre manifiesta de los gobiernos de controlarlo todo, sino porque uno no ha visto nunca a nadie tomándolo en la capital si no es desde la terraza de un bar acompañado de la consumición preceptiva.
La alarma estaba injustificada. Nadie será multado por sacar sillas de mimbre a la calle. La teórica prohibición resultó ser una mentira que había hecho fortuna. El rumor se propagó por las redes, algún medio se hizo eco, y la trola adquirió condición de verdad hasta que el Ayuntamiento la desmintió.
Con todo, lo cierto es que los tiempos en los que España y Catalunya en pleno tomaban el fresco en la calle son historia. Para la mayoría de los que lo hemos vivido, las reuniones nocturnas de verano entre vecinos para aprovechar la brisa nocturna, son ya solo postales guardadas en el cajón de la memoria. La tradición, mediterránea hasta la médula, fue languideciendo a medida que se carcomían los valores, usos sociales y condiciones materiales que la sostenían y justificaban.
También ayudaba a que la gente tomara 'la fresca', el valor que en aquellos tiempos se atribuía al ahorro, ya que esta actividad veraniega era de lo más económica.
La necesidad de pasar las noches en la calle también venía incentivada por la falta de confort de las casas de entonces. El aire acondicionado era un exotismo solo al alcance de los bolsillos más solventes. Así que vivir las primeras horas de la noche en la calle era casi una exigencia. La escasa oferta televisiva también hacía más atractivo unirse al jolgorio del vecindario que quedarse encerrado en casa.
La decadencia de las noches al fresco se aceleró a partir de la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado. El espíritu de la nueva época llegaba incluso a los entornos rurales. El creciente individualismo, la percepción del vecino como una molestia, los viajes veraniegos, la comodidad de los hogares, la multiplicación de las formas de ocio y la mayor disponibilidad económica de las familias convirtieron ese rato compartido siempre con los mismos en una actividad poco atractiva y aburrida. Los mayores y sus sillas resistieron, pero el relevo generacional descendió y la mayoría de los corros vespertinos fueron borrándose del paisaje, aupados también por el auge de la televisión. Aunque también había quien se llevaba el transistor a la calle. Tenía un vecino que sacaba incluso mesa para cenar con su porrón y su plato 'de cuchara'. Se autodenominaba, el rey de 'la escudella'.
Los que quedan son, para muchos jóvenes cuando se cruzan con alguno, un exotismo folclórico digno de fotografiar. No es de extrañar que el renacimiento de esta costumbre venga de la mano de gente llegada de fuera, cuya situación se parece mucho a la de aquellos que décadas atrás colonizábamos las noches de verano sin gastar un duro. De hecho, tomar el fresco era todo lo que la gran mayoría del país podía hacer para que el calor de las noches de verano fuera soportable. De momento el único sustituto que se ha encontrado es el botellón, pero ya no es lo mismo.
Lo curioso de esto es que mientras en castellano se emplea el masculino (EL FRESCO), en catalan se emplea el femenino (LA FRESCA). En el idioma de los sustractores de arte, el LAPAO, no sé cómo se dice.
Una tradición de bajo coste económico. Otra cosa son las voces, el correr de sillas y las risas de los que se dedicaban a perturbar el descanso del resto del vecindario, que también lo hubo.
ResponderEliminarSi, pero antes había más comprensión hacia los otros, y también muchos más en las aceras.
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