Durante décadas, el verano ha sido sinónimo de descanso, evasión y disfrute. Sin embargo, en los últimos años, esta estación ha comenzado a ser objeto de una crítica creciente que va más allá de las habituales quejas por el calor. Se ha instalado una narrativa que cuestiona no solo las condiciones climáticas y turísticas del periodo estival, sino también su dimensión social y simbólica.

Las temperaturas extremas, cada vez más frecuentes, han dejado de ser una simple incomodidad para convertirse en un problema de salud pública. Las olas de calor afectan especialmente a los colectivos más vulnerables, y obligan a replantear la forma en que se vive y se trabaja durante los meses de verano. En este contexto, el malestar se convierte en argumento: el verano ya no es una estación amable, sino una amenaza climática. A ello se suma la masificación turística, que transforma ciudades y pueblos en escenarios de consumo acelerado. Las infraestructuras se ven desbordadas, los precios se disparan y los residentes denuncian la pérdida de calidad de vida. El modelo turístico, centrado en la explotación intensiva del tiempo libre, genera tensiones que alimentan la percepción negativa del verano como época de caos y agobio.

En paralelo, emerge una crítica de carácter moral: disfrutar del verano se convierte, para algunos, en un acto insolidario. Desde esta perspectiva, quienes pueden permitirse vacaciones son vistos como privilegiados que ignoran las dificultades de quienes no tienen esa posibilidad. Se instala así una especie de culpa estacional que cuestiona el derecho al descanso y lo vincula con desigualdades estructurales.

Incluso desde la esfera política se ha contribuido a esta narrativa. El presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, provocó revuelo al afirmar que “las vacaciones están sobrevaloradas”, una frase que pronunció en tono jocoso pero que fue interpretada por muchos como una muestra de desconexión con la realidad social. La polémica se avivó días después, cuando en la Festa do Albariño de Cambados, Feijóo respondió a las críticas con una frase que ya forma parte del folclore político estival: “A quien no sabe distinguir una broma, le diría: tómate un albariño y descansa”.

La demonización del verano podría interpretarse como una moda discursiva, alimentada por redes sociales y dinámicas de polarización. Pero también puede leerse como síntoma de un malestar más profundo: el agotamiento social, la precariedad laboral, la crisis climática y la saturación urbana confluyen en una estación que ya no ofrece el respiro que prometía. A pesar de todo, el verano sigue siendo un espacio de posibilidad. Incluso quienes lo critican acaban buscando una sombra, una escapada o un momento de pausa. Tal vez no se trate de maldecir el verano, sino de repensarlo.

Así que ya saben: cuando se crucen con alguno de esos heraldos del tedio, que arrastran su hastío como si fuera una toalla húmeda por la arena, no discutan con ellos. Sonrían, deséenles con entusiasmo un feliz verano y sigan su camino. Porque hacer rabiar a los devotos del descontento también forma parte del arte secreto de estas semanas luminosas.