El chico foráneo que llega al aula de una escuela concertada por el proceso de matrícula viva y que, por la situación familiar y socioeconómica, estorba a diario a los compañeros. Y que pronto está en boca de todos los padres que, además de lamentar que el centro no lo frene, ponen el grito en el cielo porque tiene la escolarización gratis.
El pueblo de unos pocos centenares de habitantes que ve incrementada la población con recién llegados y personas expulsadas de Barcelona y extrarradio, y que hasta hace tres años no cerraba los garajes con llave por la noche, pero que ahora pasa el pestillo por las olas de robos recientes, que vincula con la llegada de los extraños.
Es más útil una fiesta en el barrio que repetir millones de veces que necesitamos inmigrantes
Los centros de atención primaria, que contratan servicios de seguridad por el creciente número de agresiones al personal. Y el facultativo que se ve amenazado porque se le exige el traslado de una joven embarazada en ambulancia en el hospital como quién encarga un taxi gratuito. Y que cede por miedo a que alguna complicación le genere un expediente a él.
Estos episodios, todos reales, están en la base de la pujanza electoral de las formaciones de extrema derecha y nacionalpopulistas. Estas experiencias, que pueden ser cotidianas o anecdóticas, se elevan a categoría cuando un discurso político las señala como fuente de problema. El sociólogo Rogers Brubaker, de la Universidad de California, estudió en Nationalist Politics and Everyday Ethnicity in a Transylvanian Town (2006) la experiencia diaria del nacionalismo en una población rumana. Lo mismo se puede hacer para cualquiera de nuestros municipios con respecto al nacionalismo extremo.
De nada sirve menospreciar a las personas que se inclinan hacia este discurso, ni ridiculizar a sus líderes desde el confort de la superioridad moral, porque las vivencias son reales. Y estas, que muy rápido se transforman en creencias, son muy difíciles de cambiar con argumentos o estadísticas. De forma inconsciente, quien se ve contradicho rechaza la información que refuta aquello que cree para mitigar el malestar que siente. Aquello que “desactiva” estas experiencias es otra experiencia. Así lo demuestra la investigación. Una actitud, por ejemplo, de los amigos o familiares o el contacto con los desconocidos. Es decir, es más útil una fiesta en el barrio, poner nombres a los vecinos y compartir una receta de cocina, que repetir millones de veces que necesitamos inmigrantes. O conocer a la familia del niño fastidioso de la escuela, que explicar a los padres que guetitzándolo él tendrá un problema hoy, pero el resto lo tendrá cuándo se haga mayor.
Un libro reciente de una joven politóloga de Ofxord, Sarah Stein Lubrano, que este año ha causado un cierto impacto en el mundo anglosajón, apunta en esta dirección. Se llama Don’t Talk About Politics: How to Change 21st-Century Minds (Bloomsbury). Cambiar el entorno requiere un cambio de actitud. No es una solución mágica, pero siempre puede ser mejor que esperar milagros mientras escuchamos la politiquería de baja estofa de algunos, no pocos, dirigentes políticos hablando sobre la cuestión. Joan Esculies
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El miedo y la sensación de inseguridad son los grandes aliados de las formaciones ultras. Crecen sus votos, a la par que aumentan los beneficios de las compañías de seguridad y de las empresas que del miedo hacen caja, forrándose con la venta de alarmas, puertas blindadas, etc.
El problema, como dice el autor del artículo, no se soluciona con demagogias sino con un cambio de actitud que modifique el entorno. Y es complejo porque hay muchos intereses sobre la mesa: que todo vaya mal para que algunos se beneficien de ello.