La condena ha llegado. Después del espectáculo, el telón a un juicio que ha sido, sin discusión, lo más entretenido que nos ha ofrecido la España oficial –geolocalizada en Chamberí, Moncloa y aledaños– en las últimas semanas. Y no porque se esperara nada edificante, sino porque quienes creían haberlo visto todo de los poderes del Estado y la decadencia de la alta burocracia estaban en un error: faltaba esto. Y la biografía del rey emérito, claro, que no todo ha de ser diversión.
Les aseguro que he seguido el proceso casi hipnotizado. Ver a ciertos juristas altivos, de mirada glacial como rodaballos enojados, liarse a puñaladas entre ellos, ha sido iluminador. Allí estaban, en esos estrados lúgubres del tiempo de Isabel II, con togas y puñetas capaces de hacer parecer a cualquier bribón de medio pelo una mezcla de Hammurabi y Justiniano. Excluyo de esa caracterización a García Ortiz y a González Amador, que bastante tenían con lo suyo y más bien recordaban a esas personas que han pasado demasiadas horas ante las tragaperras.
Con el fallo sobre la mesa, lo que era teatro se vuelve símbolo. Nefasto para todos, pero símbolo. García queda ya como paradigma del fiscal politizado, un esbirro que tiene que ganar no se sabe qué relatos; González acudirá a su juicio por delito contra la Hacienda pública con más plomo en las alas que una perdiz, y las instituciones habrán mostrado, sin filtros, uno de sus rostros más impresentables: el de una burocracia endiosada capaz de todo para asegurarse cualquier tontería. Rango, arribismo, el favor del poder y el idealismo perverso de los chupatintas. A ver quién demonios se fía de un fiscal a partir de ahora; si es que había alguien que todavía se fiaba.
Por eso, en el sustrato profundo del juicio, me quedo con la frase demoledora de Orson Welles sobre quienes colaboraron en los años de McCarthy con las listas negras y la caza de brujas: “No lo hicieron para salvar sus vidas, sino para salvar sus piscinas”. Léase sus carreras, sus cargos y su estatus.
Hemos visto una burocracia endiosada capaz de todo para asegurarse cualquier tontería
No se trata de descalificar a toda una profesión jurídica. Si algo ha quedado claro es que la reputación de la Fiscalía no reside en sus cúpulas ceremoniales ni en esos sillones que cambian de nombre según sople el BOE. Está, si acaso, en quienes trabajan a diario e intentan sostener con dignidad el oficio: los que encabezan sigilosamente la segunda división del Estado. Seguro que en esa trinchera se hace más por la institución que en unas alturas en las que el aire enrarecido nubla el juicio de sus miembros mejor pagados.
El juicio también ha servido para desnudar los misterios –por llamarlo de algún modo– de un periodismo cuya noción de secreto depende más del color político del medio que de otra cosa; para conocer el cronograma de las filtraciones, y la revelación de que a nadie le importaba un pimiento la reputación de un ciudadano, considerada daño colateral ante tanta magnificencia narrativa. Añádase el episodio del heroico fiscal Salto, que todavía no comprende por qué lo sacaron del Wanda Metropolitano en plena Champions a propósito de un asunto que no es que fuera brillante, es que era más opaco que un ladrillo; o el testimonio del conspicuo Miguel Ángel Rodríguez, que dio la impresión de elevar la cara dura a la categoría de arte. Todo ello evocaba, literalmente, el espíritu de aquella hermosa película de trasfondo ecologista: Megalodón 2.
Y aún queda la cuestión del estado de la justicia en estos tiempos, en los que parece imposible imaginar una situación tan deplorable que un juicio no pueda empeorarla. Ahí estamos. Entre procedimientos sonoros y broncas públicas, ajenos a cualquier consenso sobre la moralidad pública. Ha tenido su gracia –esa gracia amarga que deja poso– ver la versión más cruda e indecorosa de la maquinaria del Estado. Un escenario donde fiscales y togados de tono intimidante se enzarzaron por matices nimios, correos manoseados y teléfonos de vodevil. Donde la obediencia automática se mezcló con el miedo a quedar fuera de la fotografía correcta. Hay colectivos profesionales mucho más amables y considerados en su trato. Y estoy pensando en la escena primera de Macbeth, cuando las brujas remueven el puchero.
La sentencia ya está dictada. Pero lo que perdurará no es su literalidad, sino la imagen de un sistema que, al ser expuesto a la luz, resulta tan feo como cualquier coleóptero y, por desgracia, tan humano en su mezquindad. Javier Melero en la Vanguardia.

2 Comentarios
El caso es que hay fallo del juicio ( muy oportuno ese 20 N conmemorativo,: gran alegría para los que se reunieran en honor del funeralísimo), pero no sentencia que diga por qué.
ResponderEliminarNo lo entiendo, tampoco que no metan en el trullo a MAR por mentiroso confeso.
MAR es de los suyos, de momento es intocable, pero recuerda que a cada cerdo (nunca mejor dicho y aplicado) le llega su san Martín.
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