La soledad elegida es un territorio sin máscaras. En ella no hace falta fingir entusiasmo ni moderar silencios. No hay que negociar cada gesto ni justificar cada cansancio. Es un espacio donde uno puede escucharse sin interferencias, donde el tiempo deja de ser una carrera y se convierte en un compañero que camina al mismo ritmo.
Quizá por eso sorprende el miedo que muchos sienten ante la idea de envejecer solos. Como si la compañía fuese siempre un bálsamo y la soledad, siempre un castigo. Pero convivir también tiene su precio: exige paciencia, exige renuncias, exige contemplar la lenta erosión de quienes amamos y, la nuestra propia reflejada en ellos. No es fácil mirar de frente a la decadencia compartida. En cambio, la soledad elegida ofrece una forma distinta de dignidad. Permite ordenar la vida como quien ordena una biblioteca: sin prisa, sin interrupciones, sin tener que explicar por qué un libro se queda y otro se va. Es un estado casi perfecto para quien ha vivido lo suficiente como para saber que la paz no siempre se encuentra en el ruido de los otros.
No se trata de negar el valor del afecto ni de despreciar la compañía. Se trata de reconocer que hay momentos en los que el alma pide silencio, pide espacio, pide ser dueña de sí misma. Y que ese deseo no es tristeza, sino madurez.
Quizá la soledad no sea el vacío que muchos temen, sino el hogar que algunos anhelan. Un hogar sin paredes, sin horarios, sin expectativas. Un lugar donde uno puede, por fin, descansar de todo lo que no es esencial. Y cuando uno llega a ese lugar, descubre que no está solo. Está consigo mismo. Y que, por primera vez, eso basta.

Lo que de verdad molesta es el ruido. La soledad no impuesta es un territorio maravilloso y necesario.
ResponderEliminarSalud.
O la soledad como cortafuegos.
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