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sábado, diciembre 13, 2025

LE PÉTOMANE GALLEGO

 El hombre es, indiscutiblemente, un animal que se adora a sí mismo: el único animal capaz de sutilezas tan refinadas. Joan Fuster y Ortells.

Sentado frente a Mercedes Milá, con la pose propia de quien sabe no tomarse demasiado en serio a sí mismo, Camilo José Cela afirmaba durante una entrevista en TVE en 1982 que poseía una curiosa habilidad fisiológica. Consistía, según sus palabras, en la capacidad de «absorción de litro y medio de agua de una sola vez por vía anal». Algo que, para mayor mérito del escritor gallego, tal y como él mismo puntualizaba, «hace muy poca gente». La escena, divertidísima, acaba con Mercedes Milá solicitando que alguien de su equipo llevas una palangana con litro y medio de agua que no estuviera demasiado fría y, a ser posible, que no contengas cloro. Eso tranquiliza a la periodista a este respecto: «Esto es igual; las papilas del gusto no las tengo en ese conducto, sino en otro».

En realidad, Cela estaba haciendo suya una singular historia que había leído en un libro escrito por los autores François Caradec y Jean Nohain, publicado en Francia en 1967 por el célebre editor Jean-Jacques Pauvert y en España tres años más tarde por Alfaguara, la editorial que el propio Cela había fundado seis años atrás. Se titulaba El pedómano -en francés, Le Pétomane- y relataba la vida de Joseph Pujol, un hombre nacido en Marsella en el seno de una familia de origen catalán que, siendo adolescente, había descubierto que era capaz de aspirar y exhalar grandes cantidades de agua y aire por el ano, convirtiendo esa extraña habilidad en su habilidad. Más aún: convirtiéndola en un arte.

Como tantas veces ha pasado a lo largo de la historia, Joseph Pujol había realizado su magnífico hallazgo de forma accidental. Por pura casualidad. El suyo es un ejemplo clásico de serendipia, similar a la de Alexander Fleming y la penicilina, el de Arquímedes y el empuje hidrostático o el de Isaac Newton y la gravedad. Si al físico y matemático inglés no le hubiera caído una manzana a finales del siglo XVII, hoy caminaríamos todos flotando como bobos por ahí. Si Joseph Pujol no hubiera absorbido un volumen considerable de agua por el trasero cuando intentaba tomar aire para bucear, el mundo se habría quedado sin disfrutar de toda una nueva disciplina artística. Cualquier otra persona lo habría dejado correr. Una mente mediocre no habría sabido reconocer la singular importancia de ese descubrimiento. Pero en el caso de Joseph Pujol, el azar quiso cruzarse en la vida de un genio.

Al darse cuenta ese día, siendo un chico, que no solo había entrado aire en sus pulmones, sino que una pequeña porción del océano se había instalado en su recto -un descubrimiento que realizó cuando, atemorizado, salió corriendo del agua, se colocó detrás de unos vientos a comer a ver y comprobó rayo por el ano-, Joseph comprendió que quizá aquella habilidad podía ser entrenada y, de algún modo, rentabilizada. Visitó a un médico para que le garantizase que no corría ningún riesgo ejercitando sus intestinos para desarrollar su capacidad, abandonó su oficio como aprendiz de panadero en la empresa familiar y emprendió una nueva vida dedicada a la absorción y expulsión de gases y líquidos a presión por vía anal. El sueño de cualquier adolescente.

Pero la destreza física pasó a adquirir tintes artísticos en el transcurso del servicio militar, una etapa en la vida de los jóvenes durante la cual, como es sabido, solían desligar todo tipo de pasiones. Una noche, en Joseph fue el turno de corneta. Un instrumento típicamente militar y englobado dentro de los aerófonos o "instrumentos de viento", es decir, aquellos que producen sonido por la resonancia del aire en su interior. Habría que estar loco para no probar fortuna. Cuando nadie miraba, Joseph se bajó los pantalones, colocó el filtro de la corneta en el conducto en el que Cela no tenía las papilas del gusto, contrajo su vientre y... ¡eureka! Otra magnífica serendipidad en el debe del bueno de Pujol.

La vida lo quería músico y entonces se dedicó a hacer música. No era una elección: era una íntima orden de batalla. Tan íntima que provenía de lo más profundo de sus entrañas. Empezó a interpretar su espectáculo en Marsella en 1887 y, en apenas cinco años, ya había recalado en el llamativo cabaret que el catalán Josep Oller acababa de abrir junto con Charles Zidler en París: el Moulin Rouge. Su repertorio era sencillamente brillante. Mediante un tubo de goma que conectaba a su ano por un extremo y al instrumento correspondiente del otro, interpretaba clásicos como Au clair de la lune con un flautín o La marsellesa con una ocarina. Pero además era capaz de imitar los distintos sonidos de los animales de una granja, de reproducir el estruendo de las tormentas y de comprimir los gases para que sonaran como una tubería. Le bastaba con aspirar la cantidad suficiente de aire y después, ya fuera a través de un instrumento o «de viva voz», dejarla salir. Tal era su dominio de la presión y la velocidad que, durante su número, conseguía apagar varias velas colocando su culo a varios metros de distancia.

«Un artista debe saber relajarse en el escenario», solía decir Joseph, un hombre que se dedicaba, literalmente, a relajar su esfínter a su voluntad. Con el tiempo, su espectáculo se convirtió en el más aplaudido y demandado del Moulin Rouge, convirtiendo a Le Pétomane -o pedómano-, que es como se hacía decir, en el artista mejor pagado de Francia. Tan bien le iban las cosas que, cuando en 1894 actuó en otro local para ayudar a un amigo que estaba pasando apuros económicos y fue despedido por ello del Moulin Rouge, decidió montar su propio espectáculo itinerante de variedades. Se llamaba Théâtre Pompadour y con él recorrió gran parte de Europa, incluyendo algunas actuaciones en Madrid. Pero el talento es una virtud caprichosa y, así como vino, un buen día se fue. Al igual que una ventosidad en el viento. Puede que los músculos de su abdomen se sobrecarguen causa de tanta contracción. Puede que sus movimientos intestinales, como le ocurre a todo el mundo con la edad, empezaran a perder regularidad. Lo único que sabemos es que un día la inspiración -y eso lo digo en sentido literal- desapareció y Pujol regresó a Marsella para centrarse, ahora sí, en su oficio de panadero. Por el camino grabó algún disco, se casó y tuvo diez hijos. Cuando murió, la facultad de medicina de la Universidad de París les ofreció a estos 25.000 francos para que les permitieran diseccionar y estudiar el cuerpo de su padre, pero se negaron en redondo. Como uno de ellos comentó una vez, «a lo largo de su vida nos dio lo mejor de sí mismo». ¿Qué menos que honrar su muerte con todo el respeto. Eso conocía la historia porque, como decía antes, en España la publicó en 1970 su propia editorial. Pero además, los asuntos gaseosos eran algo que, como le ocurría a Quevedo, parecían divertirse especialmente en el Premio Nobel de Literatura y debían de ocupar buena parte de sus pensamientos. En la misma entrevista con Mercedes Milá, Cela comienza desmintiendo una anécdota según la cual, durante una sesión de Senado, el escritor habría interrumpido el discurso de un sacerdote y senador tirando un gran pedo y diciendo a continuación «prosiga el cura». Aclara Cela:

Esto es mentira. Primero, porque, para interrumpir un discurso a cualquiera, sea cura o no sea cura, en el Senado, haría falta un jabalí, no un gallego. Y segundo, porque esto nunca lo hubiera hecho,  porque yo soy, como todos los españoles, pedorro domiciliario, pero no pedorro transeúnte. Pero la anécdota que mejor retrata la estrecha relación de Camilo José Cela con las flatulencias públicas puede que sea esta que dice que, una vez, durante una cena solemne, rodeado de autoridades, el autor de 'La colmena' soltó una ventosidad tan atronadora que retumbó en todo el comedor. Ante la mirada escandalizada del resto de comensales, Cela se volvió hacia la mujer que se sentaba a su lado y, en voz alta, dijo: «No se preocupe, señora. Diremos que he sido yo».  Que la historia sea cierta o no, en estos momentos, es ya lo de menos. 


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