No se ha visto en la historia de la humanidad a ninguna abuela catalana enrollando canutillos de pasta y restos de escudella, sola en la cocina, una tarde de veinticinco de diciembre, ni una mañana de veintiséis. Los canelones de San Esteban son una de las más refinadas expresiones del gusto culinario burgués y moderno del recetario catalán. A su llamada acuden carnes y aves puntillosamente seleccionadas y rustidas expresamente para la ocasión. Se preparan con antelación. Insinuar que se hacen de las sobras del puchero es un insulto, y hasta aquí tiene que durar la broma.
El auge de la industria la empuja a crecer. La ciudad condal bulle, canibaliza las localidades cercanas y las incorpora como barrios, cosiéndolas a puntadas de vías de ferrocarril. Aparecen el tranvía y el alumbrado eléctrico, explotan los grandes mercados modernistas, y a remolque de la fiebre de las exposiciones universales que celebran sus vecinos, prepara su propio gran evento, la muestra que tiene que convertirla en capital cosmopolita de referencia: la Exposición Universal de 1888.
La por entonces bautizada Avenida Marqués del Duero era conocida como el “Montmartre barcelonés”. A los famosos grandes almacenes El Siglo, se les llamaba “El Louvre”. La alta burguesía barcelonesa quería vivir en su propia Ciudad de la Luz. Ese es el marco en el que aparecen los canelones catalanes.
No vienen en la mochila de los chefs italianos que las décadas anteriores ocuparon las cocinas de las fondas de la ciudad. No florecen en los grandes restaurantes afrancesados como canelones Rossini en honor al compositor italiano. Ni siquiera son italianos. Gracias al trabajo de ratón de biblioteca concienzudo de la gastrónoma Ana Vega, Premio Nacional de Gastronomía 2018, sabemos que ya desde mediados del siglo XIX, una pequeña empresa familiar fabricaba y comercializaba placas de pasta de forma cuadrada, tanto crudas como rellenas y gratinadas, en Marsella. Se llamaba Maison Rossini.
En Italia había cannelloni, unos macarrones grandes y de exterior acanalado que se cocinaban con caldo y salsa de tomate. En Francia, cannelons, unos cilindros de hojaldre rellenos. Pero ninguna de estas especialidades tiene relación directa con los canelones que florecieron en Barcelona por aquel entonces. Los canaloni o caneloni, de pasta de trigo molido, rellenos de carne y gratinados, eran una elaboración tradicional propia de la Costa Azul en la Provenza francesa.
En 1886, aparecen anunciados por primera vez en un recorte de prensa como plato del día en el Café del Liceo, el restaurante de la ópera barcelonesa y punto de encuentro de la burguesía catalana más exquisita. En él oficiaba el chef Laffitte, y sacaba de sus fogones exactamente lo que esa clase social exigía: consommé, bouillabaisse, perdrix au salmis o suprèmes de soles à la Sévigné, es decir, distinción y modernidad francesas.
¿Esto significa que entonces el pueblo catalán se lanzó a prepararlos cada veintiséis de diciembre? Nada más lejos de la realidad. Esta es sólo una parte de la fotografía. Los burgueses paseaban por las Ramblas y el entorno de Plaza de Cataluña, y degustaban canelones en el restaurante del Liceo, pero allende este centro pacificado, paradigma del orden moderno y cosmopolita, los barrios circundantes eran un enjambre de masas de obreros azotadas por una crisis económica durísima, que se fue endureciendo con la crisis colonial, el traslado de las fábricas y la Primera Guerra Mundial, que empujaba las clases trabajadoras al paro, al hambre y a las huelgas continuas para denunciar las subidas de los precios de los ingredientes básicos de la alimentación popular. En 1909, el pan en Barcelona era más caro que en cualquier otro país europeo, las patatas costaban el doble que en París, y la carne era más cara que en Londres.
En las casas populares, por San Esteban se servía algo especial, por supuesto, pero en este caso sí que provenía de los restos, virtuosos, de la comida de Navidad: el arroz catedral o arroz de cuellos y puños. Una cazuela oscura, llena de huesecillos, de sabores profundos. Para hacerlo, la cocinera podía o bien utilizar la sangre y las puntas de las alas, el cuello, la cresta, el buche, las mollejas y el corazón que hubiese rescatado en crudo del gallo del rustido de Navidad, que por entonces eran de buen tamaño y muy sabrosos, o bien cocinar un arroz en la misma cazuela en la que se sirvió el pollo rustido el día anterior, aprovechando los jugos y grasas sobrantes.
Los canelones fueron, durante mucho tiempo, lujo ocasional. No se hicieron universales hasta que la gran revolución alimentaria de los sesenta puso, definitivamente, la carne barata al alcance de todo el mundo. Hoy, qué curioso, para sobresalir en su elaboración, la clave es juntar esos dos mundos: elegir buenas piezas de carne fuera del circuito industrial y hacer la bechamel de los canelones teniendo la astucia de sustituir la mantequilla por la grasa aromática resultante de rustir las carnes.

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