El pollo viene de Canadá, la sal dice en la etiqueta que procede de Chile, el mojo criollo es “made in USA” y el azúcar de Brasil. La leche tiene una vaquita holandesa pintada en el tetra pack, el zumo de limón fue procesado en México y las hamburguesas anuncian en grandes letras que son “Cien por ciento carne de Argentina”. En el embalaje del queso se aclara que es gouda proveniente de tierras germanas, en las galletas unos caracteres chinos explican su origen, mientras el arroz ha sido cultivado en los humedales vietnamitas. ¡No estamos ahogando en lo foráneo!

Así que le pregunté a una amiga economista el por qué la mantequilla del kiosco de nuestro barrio viajaba desde Nueva Zelanda. ¿Es que no podemos producir un alimento tan básico? -y le insistí- ¿Tampoco hay un lugar más cercano de donde traerlo? La joven, graduada de la Universidad de La Habana, me respondió con la misma frase que da título a un programa humorístico: “Deja que yo te cuente…”. Entonces, me narró que al terminar sus estudios la ubicaron a cumplir el Servicio Social en una dependencia del Ministerio de la Industria Alimentaria. Enseguida notó las abultadas facturas en fletes que se pagaban para transportar mercancías desde distantes países. Le llevó al director una lista con algunas de ellas, entre las que estaba la leche en polvo que se compraba en un lejano punto de Oceanía. El hombre carraspeó y le aclaró “Ni te metas en eso, pues se rumora que esa fábrica de allá es propiedad de un jerarca cubano”.

No me sorprendería que individuos bien posicionados en los entramados del poder de esta Isla posean industrias en el extranjero bajo nombres que son una tapadera. Igual de inaceptable resultaría que, además, privilegiaran la importación desde esas empresas por encima de otras más cercanas y más baratas. O sea que, de ser así, parte del dinero de las arcas nacionales terminará en los bolsillos de unos pocos -también nacionales- que serían también los que deciden a quién comprarle. Como si un hábil ilusionista pasara, sin que se viera, un fajo de billetes de su mano izquierda hacia su mano derecha. Quizás éste es uno de los motivos del por qué ciertas marcas -verdaderamente malas y con precios exorbitantes- copan los anaqueles de nuestras tiendas. El viejo truco de “comprarse a sí mismo” estaría provocando que el país incurriera en gastos excesivos y que se asfixiaran productos nacionales de mayor calidad y menor costo.

Ya sé, lector, todo esto puede ser fruto de una gran paranoia de mi amiga… y de mi parte también; pero tengo la esperanza de que un día se sabrá, todo se sabrá. Del blog Generación Y de Yoani Sánchez