Uno no es muy de rituales, aunque algunos vienen casi impuestos, y, ya sea por pereza o por convicción, se siguen. Este sería el caso del concierto del 31 de diciembre por la noche de Viena que desde hace años TVE1 nos ofrece cada primer día del año nuevo a las once y cuarto. En otros tiempos, después venían los saltos de esquí desde Garmisch Parterkischern en la 2 de TVE.

Todo ha cambiado con el paso del tiempo. Los saltos de esquí ahora los dan a Teledeporte que no lo tengo en no tener TDT (Televisión de los tontos), ontos que deberán pagar pronto 300 euros para volver a cambiar la antena en la mayor y más masiva estafa que se ha hecho al por mayor a los ciudadanos de este país, gentileza de José Luis Rodriguez Zapatero. El hombre que demostró que cualquier inepto puede ser Presidente del Gobierno de una monarquía bananera, incluso .... él.
Toda esta previa, me ha alejado del tema inicial con el que he empezado el escrito, el Concierto anual de la noche del 31 de diciembre de la Filarmónica de Viena, desde ese lugar tan kitsch, auténtico monumento al mal gusto, que incluso Gaudí aplaudiría fervorosamente, como es la Sala Dorada de la Musikverein de Viena,

Pensaba mientras veía y escuchaba el concierto, en la variada gama de personas que hay dentro una orquesta, gente aparentemente culta y disciplinada, que bajo las órdenes de un director, ejecutan una tras otra las partituras que este ha escogido, con una extraordinaria y a la vez mecánica precisión.
Gente o personas de esta filarmónica con sus problemas, manias y preocupaciones, pero a la que se sientan en su silla y el director levanta el brazo, todos estos problemas se aplazan y sólo queda la música que suena, y suena muy bien. Y es que sólo la música puede crear una complicidad indestructible entre los seres, y, dentro de la música y el primer día del año, un clásico dentro de los clásicos: el Danubio azul