Es la imposibilidad de llorar la que conserva en nosotros el gusto por las cosas y las hace existir todavía: impide que agotemos su sabor y nos apartemos de ellas. Cuando, por tantas carreteras y orillas, nuestros ojos rehúsan ahogarse en sí mismos, preservan con su sequedad el objeto que los maravillaba. Nuestras lágrimas despilfarran la naturaleza, como nuestros trances a Dios... Pero finalmente nos despilfarran a nosotros mismos. Pues nosotros no somos más que por la renuncia a dar libre curso a nuestros deseos supremos: las cosas que entran en la esfera de nuestra admiración o de nuestra tristeza no permanecen en ella más que porque no las hemos sacrificado o bendito con nuestros adioses líquidos.
...Y es así como después de cada noche, encontrándonos ante un nuevo día, la irrealizable necesidad de llenarlo nos colma de espanto; y, exiliados en la luz, como si el mundo acabase de conmoverse, de inventar su Astro, huimos las lágrimas, una sola de las cuales bastaría para desposeernos del tiempo.
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