Las fotos icónicas lo son por motivos emocionales; tienen más que ver con la sociedad opulenta que las mira que con la sociedad que muere. La tragedia del niño Aylan Kurdi es una entre las muchas tragedias infantiles en un mundo injusto, brutal y desigual. Desde que comenzó la guerra civil en Siria, en marzo de 2011, han muerto más de 12.000 menores a causa del conflicto. ¿Dónde están las portadas? ¿Dónde está el escándalo?

En agosto de 2013, el régimen sirio lanzó armas químicas en los barrios de Ein Tarma, Zamalka, Jobar y Erbin, al noreste de Damasco; y en Daraya y Moadamiyeh, al suroeste. Entre los 1.500 muertos había al menos 50 niños, algunos bebés. Sus imágenes inundaron las redes sociales y estuvieron cerca de provocar una acción aérea de castigo de EEUU. Si Barack Obama no atacó fue porque no sabía a quién debía atacar; no sabía, ni sabe aún, quiénes son los suyos en una sopa de siglas armadas cada cual más radical.

En lo que llevamos de año han muerto más de 2.000 personas en el mar Mediterráneo; algunos son niños. Cada año mueren 3,1 millones de niños menores de cinco años a causa de la desnutrición. Son 8.611 Aylan diarios que no tienen derecho a foto, a noticia, a tertulia y a conmoción. La tragedia de Aylan se ha convertido en un espectáculo moral: ver quién está más conmovido en un mundo insensible. Ya es un trending topic en esta sociedad de la imagen y la irrelevancia.

En medio de tanta guerra y hambre, de repente surge una fotografía que nos abofetea, que nos obliga a detenernos y a tomar conciencia de lo que está pasando alrededor. La de la niña Phan Thị Kim Phúc, quemada por el napalm, en Vietnam; el bebé desmayado sobre una tierra yerma con un buitre detrás en una de las hambrunas de Sudán; la segunda matanza en el mercado de Sarajevo, en agosto de 1995, y ahora Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años ahogado en las costas turcas.

En un mundo políticamente cobarde las fotos icónicas movilizan a la sociedad y fuerza a los dirigentes a tomar decisiones, o a pretender que toman decisiones. Todo el mundo se escandaliza, todo el mundo exige resultados, pero todo el mundo tiende a apaciguase y a olvidar pasados unos días. Es la ventaja del poder, solo tiene que esperar a que escampe para que todo siga igual.

Hay miles de niños que van a morir mañana, la semana próxima, este mes. No nos escandalizan porque aún no tienen nombre para nosotros, aún no salen por televisión; de momento solo son una estadística.

La tragedia de Aylan pone de manifiesto la importancia del trabajo de los fotoperiodistas, de los periodistas en general; lo importante que es estar en los sitios y dar testimonio de la realidad, de lo que sucede, del precio que se paga por nuestro bienestar de tres comidas diarias y agua caliente en la ducha. Ser periodista no es un trabajo cómodo. No se puede denunciar la injusticia subidos de copilotos en un coche oficial.

El límite para publicar una foto es el respeto a la víctima. Creo que fue Santiago Lyon, jefe de Fotografía de Associated Press, quien dijo que una forma de saber si una foto es publicable es pensar que esa persona es tu padre, tu madre o tu hijo. Aplico el principio Lyon y sé que publicaría la foto de Aylan: representa la realidad, respeta al niño; es un puñetazo sobre nuestra conciencia, en nuestro estómago para que abramos los ojos. Una foto desagradable nunca es eficaz porque obliga a pasar la página, a cambiar de canal. Sin mirada del lector o del televidente no cumple su función de hacernos pensar. Una foto como la de Aylan es eficaz porque nos atrapa, horroriza y nos obliga a gritar: "¡Basta!"

Ramón Lobo - Zona crítica . ELDIARIO.ES