La primera palabra que aprendí en alemán fue Siemens. Estaba en nuestra lavadora, en nuestra aspiradora y en el recio frigorífico de la década de 1950; estaba en casi todos los electrodomésticos de la casa de mi familia, en Atenas. La peculiar lealtad de mis padres a la marca alemana se debía a que mi tío Panayiotis había sido director general de la delegación griega de Siemens entre mediados de los cincuenta y finales de los setenta.

Panayiotis era ingeniero eléctrico y germanófilo. Hablaba el idioma de Goethe con soltura, y había convencido a su hermana pequeña (mi madre) de que aprendiera alemán. De hecho, ella estuvo a punto de marcharse a Hamburgo en el verano de 1967, porque le habían ofrecido una beca en el Instituto Goethe; pero los planes de mi madre se fueron al traste el 21 de abril de ese mismo año, junto con nuestra imperfecta democracia. A primera hora de aquella mañana, cuatro coroneles del Ejército sacaron los tanques a las calles de Atenas y de otras ciudades importantes. Aquel día, nuestro país se hundió en una densa niebla de neofascismo. Y también se hundió el mundo de Panayiotis.

A diferencia de mi padre, quien había pagado su militancia izquierdista con varios años en campos de concentración, Panayiotis era lo que en la actualidad definiríamos como un neoliberal. Anticomunista acérrimo y receloso de la socialdemocracia, respaldó la intervención estadounidense de 1946 en la guerra civil griega (del lado de los carceleros de mi padre). Apoyaba al Partido Democrático Libre de Alemania y al Partido Progresista Griego, organizaciones que proporcionaban un manto de economía libre de mercado con el apoyo incondicional de la maquinaria opresora del régimen, impuesto y dirigido por EEUU.

Sus opiniones políticas, y su posición como jefe de operaciones de Siemens en Grecia, lo convertían en un miembro típico de la clase que dirigió Grecia después de la guerra. Cuando las fuerzas de seguridad o sus secuaces daban palizas a manifestantes de izquierda, Panayoitis lo apoyaba a regañadientes, convencido de que eran actos lamentables pero necesarios. Incluso apoyó el asesinato del brillante diputado Grigoris Lambrakis en 1963. Aún suenan en mis oídos las terribles discusiones que mantenía con mi padre, a cuenta de lo que consideraba "medidas razonables para defender la democracia contra sus enemigos jurados"; medidas que mi padre había sufrido en persona, y de las que nunca se llegó a recuperar por completo.

Panayiotis también aceptaba la intensa influencia de las agencias estadounidenses en la política griega, que llegaron hasta el punto de organizar la destitución del centrista Georgios Papandreu, un primer ministro popular, en 1965. Le parecía un acuerdo aceptable: Grecia renunciaba a parte de su soberanía a cambio de protección contra la amenaza del bloque del Este, que acechaba al Norte de Atenas, a poca distancia en coche. Pero su vida dio un vuelco por aquel aciago día de abril de 1967.

Le parecía inadmisible que "su gente" (como llamaba a los oficiales derechistas que habían dado el golpe y, sobre todo, a los estadounidenses que los manejaban) disolvieran el Parlamento, suspendieran la Constitución e internaran a los disidentes políticos (incluidos algunos democristianos) en estadios de fútbol, comisarías y campos de concentración. Panayiotis no simpatizaba demasiado con el depuesto primer ministro al que los golpistas y sus amos de EEUU intentaban alejar del Gobierno, pero su visión del mundo había saltado por los aires, y experimentó una repentina y casi cómica radicalización. Yanis Varoufakis a The Guardian