Ahora que el carnero de la Legión ha desfilado marcialmente en la llamada Fiesta Nacional, aunque sigamos sin saber muy bien qué se celebra o, incluso, si hay algo que celebrar, convendría retomar el debate interminable sobre qué significa eso de ser español, de si lo somos porque no podemos ser otra cosa como decía Cánovas, o si aceptamos la versión de Julián Marías de que el único problema grave de España es ella misma y su incapacidad para aceptar que su unidad es su multiplicidad, y que pretender aplastarla bajo un “inerte bloque monolítico” le cierra las puertas al futuro.
Sin saber lo que somos o lo que queremos ser poco se podrá avanzar y seguiremos en un bucle interminable que hace de la historia de este país un aburridísimo día de la marmota, salvo cuando a Rajoy se le ocurre alguna definición de lo que es España o los españoles y la risa se hace viral. No se recordará, pero hace algunos años las mismas dudas sobre la identidad nacional atenazaron a Sarkozy, hoy de vuelta, y antes de enfrascarse en la refundación del capitalismo le dio por lanzar una encuesta nacional en la que pedía ideas para reafirmar el orgullo de ser francés con las que atraer a una población inmigrante cada vez más numerosa y desafecta. Lo que se daba por descontado es que los niños debían cantar la Marsellesa al menos una vez al año o dos si se trataba de la versión reducida. Y ahí quedó la cosa.
Aquí todo se complicaría bastante porque los desafectos no son precisamente los inmigrantes y porque sólo se puede cantar el himno a lo Massiel. De hecho, vamos sobrados de identidades nacionales que se revalidan en oposición a las demás. Posiblemente, una encuesta de este tipo ofrecería respuestas similares a las de aquel inmigrante paquistaní, Muhammad Sharim, que acudió no hace mucho a la entrevista preceptiva para obtener la nacionalidad: “¿Que por qué quiero ser español? Para irme a Inglaterra”.
Salvo en el franquismo, cuando el dictador bajito nos dio instrucciones precisas sobre la españolidad y la raza, y no le discutía ni la prensa, que siempre le trataba bien, las aproximaciones al concepto de español han demostrado que, por lo general, nos miran mal y nos queremos muy poco. Y ha sido así tanto en prosa como en verso: “Oyendo hablar a un hombre, fácil es/ acertar dónde vio la luz del sol;/ si os alaba Inglaterra, será inglés,/ si os habla mal de Prusia, es un francés,/ y si habla mal de España, es español”. En las mismas estamos. A algunos les sigue doliendo España, como a Unamuno, y para otros nunca hemos dejado ser un país anarquista enamorado de la sangre.
Para los nacionalistas de todos los colores se hará difícil entender que lo importante no es tanto ser españoles y pertenecer a una nación llamada España sino la relación que cada individuo mantiene con sus semejantes, llámense estos catalanes, extremeños, vascos o moldavos. Y la inversa. Las naciones son entelequias, inventos del siglo XIX que han sustituido a las religiones para satisfacer a pleno rendimiento ese inclinación casi natural del ser humano a matarse y llenar los cementerios para que las floristerías se hinchen a ganar dinero. Llámenles cobardes, pero hay gente que no quiere morir tan joven ni pasarse la vida trazando fronteras o imponiéndoselas a los demás. Por ahí tendría que ir el debate.
Juan Carlos Escudier
DIARIO - publico.es
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