¿En qué momento un meadero puede convertirse en una obra de arte?. No cuando vosotros lo decidáis, sino cuando Marcel Duchamp, un pintor originario de la Alta Normandía, lo decidió. En 1917 Duchamp envió de manera anónima un urinario (fountain en inglés) a un jurado artístico norteamericano —del que, por otra parte, era miembro—. Escogió el objeto entre centenares de ellos, todos parecidos, en una fabrica de productos sanitarios que los manufacturaba en serie. Solo una cosa distingue ese urinario, que ha llegado a ser célebre en todo el mundo, de otro producto de la misma fábrica pero utilizado para sus fines habituales: la firma. Duchamp no firmó con su nombre sino con un seudónimo: R. Mutt, en referencia a un héroe de cómic (un pequeño gordo divertido, conocido entonces por la mayoría de los norteamericanos).
Los miembros del jurado ignoraban la identidad del autor de ese gesto a medio camino entre la broma sin más trascendencia y la revolución estética que desencadena. Duchamp llamó a este objeto un ready-made (un objeto ya confeccionado si quisiéramos traducirlo palabra por palabra). Este objeto se distingue de sus semejantes por la intención del artista que impone su presencia en una sala de exposiciones. Y sigue siendo materialmente el mismo, lo fije un fontanero especializado en productos sanitarios en vuestro instituto o lo sitúe un artista sobre un pedestal en una sala de arte. Pero en el museo se carga simbólicamente de una significación distinta que en los escusados. Su función cambia, su destino también, su finalidad primera y utilitaria desaparece en beneficio de una finalidad secundaria y estética. El ready-made entra entonces en la historia del arte y la hace bascular del lado de la modernidad.
Desde luego, se registran resistencias oficiales a este golpe de Estado estético. Se protesta contra la impostura, la broma, el camelo. Se rechaza transformar el objeto banal en objeto artístico. El urinario es en bruto, no labrado, simplemente está firmado; en cambio, las producciones artísticas habituales están elaboradas, fabricadas, y reconocidas como clásicas por las autoridades del medio. Pero las vanguardias, que quieren acabar con la vieja  forma de pintar, esculpir y exponer, consiguen imponer el objeto como una pieza superior en la historia del Arte. Entonces, los antiguos y los modernos se enfrentan, los conservadores y los revolucionarios, los trasnochados y los progresistas libran una batalla sin cuartel. La historia del siglo XX da la razón a Marcel Duchamp: su golpe de Estado ha triunfado, su revolución metamorfosea la mirada, la creación, la producción, la exposición artística. No obstante, algunos -todavía hoy- rechazan a Duchamp y su herencia, apelan al retorno de una época en la que bastaba representar lo real, figurarlo, transmitirlo de la manera más fiel posible.

La belleza ahogada en la cisterna - ¿Cuál es el sentido de la revolución operada por el meadero? Duchamp da muerte a la Belleza, como otros han dado muerte a la idea de Dios (por ejemplo, la Revolución Francesa en la historia o Nietzsche en filosofía). Tras este artista, no abordamos el arte teniendo en la cabeza la ¡dea de Belleza, sino la del Sentido, del significado. Una obra de arte no tiene por qué ser bella, se le pide generar sentido. Durante siglos, se creaba no para representar una cosa bella, sino para lograr la bella representación de una cosa: no una puesta de sol, frutos en un frutero, un paisaje marino, un cuerpo de mujer, sino un bello tratamiento de todos esos objetos posibles. Duchamp retuerce el pescuezo a la Belleza e inventa un arte radicalmente cerebral,
conceptual e intelectual.

Duchamp visto por Onfray